University of Pittsburgh

Eduardo Sabrovsky
Bosquejo de una ética para inmortales

 

"Si un hombre pudiera escribir un libro de ética que realmente fuera un libro de ética, este libro destruiría, como una explosión, todos los demás libros del mundo."

Ludwig Wittgenstein, Conferencia sobre ética, 1929.

 

1. En su Epílogo a El Aleph, fechado en Buenos Aires el 3 de mayo de 1949, año de publicación de aquel libro, Borges caracteriza el relato "El inmortal" como un "bosquejo de una ética para inmortales" (OCI, 629[1]). Este ensayo pretende dilucidar el enigma que tal frase propone.

2. "El inmortal" puede ser leído como una parábola sobre la escritura: sobre la relación entre el espacio literario (Blanchot), y la figura, tornada problemática y evanescente, del autor[2]. Para el observador borgiano, en efecto —ese observador de la literatura, ese lector que Borges personifica de manera ejemplar— este espacio aparece como la condición de posibilidad del hecho literario. Condición de posibilidad que tal hecho — la obra, situada, fechada, signada— se limita a actualizar: para que ocurra, la literatura ha de estar allí, como una reserva, una memoria, un inconsciente del cual la obra necesariamente se nutre, al margen de las intenciones del autor.

La atención puesta en el espacio literario por sobre las obras que lo actualizarían explica la predilección de Borges por la cita y el comentario; su preferencia por "la escritura de notas sobre libros imaginarios", por sobre el "desvarío laborioso y empobrecedor … de componer vastos libros" (OCI, 429). Se encuentra tambi én en la base de la borgiana deconstrucción de la figura del autor, y su sustitución —estructuralismo avant la l èttre— por un juego intertextual que opera al margen de toda intencionalidad subjetiva y de toda temporalidad; de la borradura de límites, asímismo, entre g éneros literarios (su subsunción, diríamos, bajo la categoría omniabarcante de escritura), borradura que se extiende incluso al privilegio tradicional de la teoría por sobre la ficción[3].

Temporalidad es la posibilidad de inscribir lo nuevo —aquello que irrumpe: el evento, la singularidad— al interior de una historia, de un mundo; de integrarlo en su horizonte, despojándolo con ello de su potencial desarticulador. En Borges, en cambio, la temporalidad literaria —historia de la literatura— ha sido sustituída por una configuración espacial. Es la biblioteca —Biblioteca de Babel— de la cual toda diacronía ha sido expulsada ("desde cualquier hexágono se ven los pisos inferiores y superiores: interminablemente", nos informa el narrador de la c élebre alegoría borgiana), dando lugar a una presencia y disponibilidad desoladoras y absolutas ("la Biblioteca es total"). Esta sustitución —genuina "refutación del tiempo"— legitima el uso del concepto de "espacio literario" en referencia a la estrategia escritural borgiana. Y sólo a partir de su consumación —reci én entonces— será posible hacer de la novedad una modalidad del olvido, como en el pasaje de Francis Bacon con que Borges encabeza "El inmortal" ("…that all novelty is but oblivion.").

La refutación del tiempo implícita en la idea de espacio literario, y plasmada en la alegoría de la Biblioteca de Babel, puede ser vista como una proyección ideal de la atmósfera sincrónica de las bibliotecas que Borges tanto frecuentó; atmósfera que, con la "museificación" contemporánea de la cultura, con la proliferación de soportes tecnológicos para la cita, el pastiche o el remake escapa —conjeturamos— de su secular confinamiento en recintos cerrados. A ello habría que agregar la paulatina aparición de la figura moderna del "hombre de letras", que el propio Borges discierne en figuras como Flaubert, Mallarm é y Valery, y la misma invención de la literatura como actividad específica, sustraída de servidumbres hacia esos viejos administradores de la temporalidad histórica, la religión y el estado.

Nada impide ampliar este panorama, de la refutación de la temporalidad literaria a la refutación de la temporalidad histórica en cuanto tal, haciendo entrar en juego al nominalismo, determinación fundamental del pensamiento borgiano. Para Borges, en efecto, el nominalismo constituye una suerte de horizonte irrebasable de la cultura moderna. Su ubicuidad es tal, que se ha tornado invisible:

El nominalismo, antes la novedad de unos pocos, hoy abarca a toda la gente; su victoria es tan vasta y fundamental, que su nombre es in útil. Nadie se declara nominalista, porque no hay quien sea otra cosa,

escribe Borges en "De las alegorías a las novelas" (Otras Inquisiciones, OCII, pp. 122-124), donde hace un seguimiento de dicha victoria. Nominalismo y realismo serían los nombres de los contendores una y otra vez enfrentados a lo largo de la historia de la filosofía (que no es, previene, "un vano museo de distracciones y de juegos verbales"). "Para el realismo", agrega Borges, "lo primordial eran los universales…para el nominalismo, los individuos." Y es el triunfo epocal de este último lo que explica el paso de la alegoría, "fábula de abstracciones", a la "fábula de individuos", la novela, evento para el cual Borges propone una fecha ideal: aquel día de 1382, dice,

en que Geoffrey Chaucer, que tal vez no se creía nominalista, quiso traducir al ingl és el verso de Boccacio ‘E con gli occulti ferri I Tradimenti’ (Y con hierros ocultos las Traiciones), y lo repitió de este modo: ‘The smyler with the knyf under the cloke’ (El que sonríe, con el cuchillo bajo la capa).

¿Qu é se juega en esta disputa filosófica fundamental? Nuestra relación con la temporalidad histórica, nada más ni nada menos. Bajo la apariencia de una tesis ontológica, en efecto, —los universales como elementos últimos de lo real— el realismo postula una esencial correspondencia entre el ser y el pensar, entre el lenguaje y la realidad. Ahora bien, las palabras son abstractas, universales: este sencillo hecho basta para que el lenguaje sea un dispositivo de olvido de diferencias, de universalización. Se sigue que, para que el lenguaje pudiese agotar lo real, el tejido último de las cosas tendría que estar constituído por universales: manifiesto o vergonzante, todo realismo es entonces un platonismo. El nominalismo, en cambio, querría mantener abierta la brecha entre las palabras y las cosas. Por eso, lo real se le presenta como el bullir de una singularidad irreductible, de una complejidad infinita, que la universalidad del lenguaje jamás podría aprehender.

La dial éctica de la "fabula de individuos", la novela inaugurada por el gesto insignificante de Chaucer, podría ilustrar esta imposibilidad. En un primer momento, en efecto, la novela se propone la inscripción de la realidad individual en el medio del lenguaje. En la medida en que lo consigue, se hace "novela realista": fábula de individuos universalizados —nótese el oximoron, que anticipa el desenlace— en la terminología borgiana. Pero ese triunfo es, a la vez, su fracaso: los individuos que ella ha integrado al horizonte del lenguaje no son ya individuos, sino abstracciones. Así, los poderes del lenguaje se han de medir, siempre desigualmente, con una realidad escurridiza: como en las paradojas eleáticas que tanto interesaron a Borges, cada vez que estos poderes parecen haber logrado su meta, la meta se ha desplazado y los aguarda, en un más allá. Y es que se trata de una meta trascendente, pero cuya trascendencia no es ya la trascendencia "blanca", conmensurable con la palabra y por tanto consoladora, del realismo, sino una trascendencia opaca, ante la cual la palabra no podría sino fracasar.

Bouvard y P écuchet —"el hombre que con Madame Bovary forjó la novela clásica fue tambi én el primero en romperla", dice Borges en referencia a su autor; el Lord Chandos de Von Hoffsmansthal —a quien "todo se le disgrega en fragmentos" y que, a falta de una lengua perfecta (en la cual "hablan las cosas mudas"), opta por el silencio; el Ulises de Joyce —"con sus planos y horarios y precisiones, la espl éndida agonía de un g énero" (Borges nuevamente)—: he aquí algunos posibles hitos de este fracaso, cuya consumación ficciona el propio Borges en "Funes el memorioso". Esta, como sabemos, es la historia de un peón de campo, un tal Ireneo Funes quien, perdida la capacidad de olvidar a causa de un accidente, yace inmovilizado en su lecho de enfermo. Ante la infinita singularidad de la experiencia, que se le viene encima como una avalancha de desechos ("mi memoria, señor, es como un vaciadero de basuras", dirá en alg ún momento al narrador, durante una larga noche e insomnio), Funes desprecia y resiente la universalidad de las palabras. No puede dormir ni tampoco, concluye el narrador, pensar: "pensar es olvidar diferencias, es generalizar, abstraer" (Ficciones, OCI, p. 490)[4]. "Funes el memorioso" ( ¿miniatura borgiana de Bouvard y P écuchet?) sería, desde esta perspectiva, la estación final del recorrido iniciado por Chaucer: la parábola de un nominalismo desdichado, que experimenta la universalidad del lenguaje como un extrañamiento de lo real, como un exilio.

Pero, ¿qu én tiene la razón? ¿Son o no correspondientes, el ser y el pensar? Pregunta indecidible, en la medida en que requeriría de un pensar del pensar, al cual se le plantearía la misma pregunta. Pregunta ineludible, sin embargo, en la cual se juega el ser histórico y sus límites. En efecto, en la experiencia inmediata, "ser" y "pensar" no son equivalentes. "Todo lo real es racional, todo lo racional es real", pudo proclamar Hegel, pero nada en la experiencia cotidiana lo avala (por eso hace falta la filosofía). En la breve y a menudo dolorosa vida humana, en efecto, raramente sucede que las cuentas morales cuadren, como la razón lo exigiría: el bien es raramente recompensado, el mal raramente castigado. Para que ello ocurra, hace falta una prórroga. Esta prórroga es la historia. La historia es siempre historia sagrada: sea abiertamente, como historia orientada hacia la salvación, o de manera encubierta, como historia secularizada del progreso. La historia es el dispositivo terap éutico que legitima el sufrimiento, y que, en cuanto temporalidad que va más allá de la duración de la vida individual, hace posible la vida política. La historia ha sido la suprema tecnología política, mediante la cual los hombres del poder, los "atletas del Estado" obsesionados por las "grandes cosas"[5], se las han arreglado para articular grandes masas de energía humana en torno a sus megaproyectos.

Para el realismo, el universo es un libro escrito en caracteres legibles por el ser humano. No por todos los seres humanos, ciertamente, sino solamente por los elegidos a quienes ha sido dada la clave, que permite leerlo y traducirlo en normas ético-políticas, que dicen a sus semejantes como vivir para alcanzar la salvación. El realismo es el factor fundamental de legitimación de los poderes históricos. El nominalismo, en cambio, cuyo tiempo está hecho de instantes sincrónicos y espacializados, es hostil a la historia y a los poderes que ella inviste. Instalado en la brecha entre el ser y el pensar —esa herida siempre abierta y sangrante— intenta extraer, de esa distancia, las energías simbólicas para juzgar a la historia como un bloque, recusando toda identidad entre ética y política.

 

La refutación nominalista de la temporalidad histórica se encuentra en la base de la Era Moderna, desde que la Reforma lanzó al espacio p úblico el nominalismo elaborado en los conventos de la Alta Edad Media. La idea nominalista de un Dios cuyos designios, en virtud de su propia divinidad, han de ser impenetrables para la razón humana, adoptada por Lutero y Calvino, socava radicalmente los fundamentos del poder terrenal de la Iglesia. Derivan de allí rasgos tan centrales de la Modernidad como la primacía de la conciencia individual, devenida único punto de contacto entre el ser humano y una trascendencia incierta, así como la legitimación y ulterior desarrollo de formas sist émicas —avalóricas y por tanto ahistóricas: no suman ni restan a la cuenta de la salvación— de acción, poder y articulación social, como son la tecnociencia y el mercado. Para bien y para mal, y aunque a ún por largo tiempo la conciencia moderna haya de estar dividida entre historia y espacio, la temporalidad de la historia ha sido socavada en su base, refutada.

And yet, and yet…Al concluir su "Nueva Refutación del Tiempo", Borges —"Borges"—, desdoblado en lector de su propio texto, denuncia la vanidad de aquella empresa: "negar la sucesión temporal, negar el yo, negar el universo astronómico", son, reflexiona, "consuelos secretos" ante un destino "irreversible y de hierro", que suele plasmar en figuras bruscas, como el río, el tigre o el fuego. "El tiempo es la sustancia de la cual estoy hecho", dice tambi én. Y concluye: "El mundo, desgraciadamente, es real; yo, desgraciadamente, soy Borges." (Nuevas Inquisiciones, OCII, pp. 148-149). Pero atención: sólo ante una conciencia nominalista, sustraída de la historia, arrojada a un espacio sin consuelo ni salvación, lo real puede aparecer como ese f érreo destino. El remedio (el consuelo secreto) coincide aquí con la enfermedad misma[6]. No obstante, lo nuevo (lo real, excediendo toda anticipación, toda posibilidad) no ha quedado cancelado. Por el contrario, se hace presente ahora como alteridad radical: como exterioridad refractaria a toda inscripción en un horizonte temporal: como "acontecimiento mesianico" (Benjamin), catástrofe anhelada y temida —así la muerte, en la obra borgiana— de las tradiciones místicas que, conjeturamos, apoyándonos en parte en el propio Borges, trabajan subterráneamente la conciencia de la Modernidad[7].

3. "El inmortal" se presenta como la relación de un manuscrito hallado en una edición de la Ilíada de Pope adquirida en 1929 por la princesa de Lucinge de un cierto Joseph Cartaphilus, misterioso anticuario de Esmirna muerto poco despu és. El manuscrito cuenta la historia de Flaminio Rufo, tribuno romano estacionado frente al Mar Rojo quien, decepcionado por haber logrado "apenas divisar el rostro de Marte", se lanza en busca de un río cuyas aguas otorgan la immortalidad, del cual ha tenido noticia por un jinete agonizante. Luego de atravesar inhóspitos territorios, Flaminio Rufo se halla, herido y exhausto, en la ladera de una montaña habitada por trogloditas, que viven allí una existencia subhumana, casi mineral. Desde esa ladera, en la otra orilla de un arroyo impuro, se divisa una ciudad fabulosa, que Flaminio Rufo identifica con la Ciudad de los Inmortales. La ciudad, no obstante, está desierta, y su arquitectura es monstruosa. Flaminio Rufo, decepcionado en su b úsqueda, se asimila a la vida monótona y elemental de los trogloditas, con los cuales —particularmente con uno de ellos al que, recordando al perro de Ulises, ha llamado "Argos"— intenta en vano entablar comunicación. Hasta que, despu és de una inesperada lluvia sobre el desierto, la verdad le es revelada. Los trogloditas son los inmortales, y su miserable condición es resultado de la indiferencia inherente a la eternidad. El arroyo junto al cual habitan es el anhelado río; la montruosa ciudad ha sido construída por ellos como un monumento al caos. "Argos" resulta ser Homero; mas de mil cien años han transcurrido desde que escribió la obra que, con Flaminio Rufo, ha salido a su rencuentro. Finalmente, los inmortales abandonarán su indolencia, saliendo en busca de un rio que, conjeturan, ha de restituirles la mortalidad. A Flaminio Rufo, desdoblado ya en el homme de l èttres Joseph Cartaphilus, le será dado este hallazgo. El manuscrito que relata estos hechos está redactado, es posible inferir, poco antes de su muerte.

Terminada la relación de estos asombrosos acontecimientos, somos testigos de un nuevo desdoblamiento: el narrador in fabula Joseph Cartaphilus, reduplicado ahora en avezado lector de su propio texto, nos hace partícipes de una información, si cabe, a ún más asombrosa: "la historia que he narrado parece irreal porque en ella se mezclan los sucesos de dos hombres distintos", dice (OCI, 543). El segundo hombre sería Homero, cuyos hábitos literarios se adivinarían bajo la superficie original del texto. Un nuevo comentario, esta vez a cargo del narrador principal de la historia ("Borges") viene a completar esta información. Este comentario reseña, a su vez, un comentario del manuscrito de Cartaphilus, obra de "la tenacísima pluma del Dr Nahum Cordovero". En aqu él, "que bíblicamente se titula A Coat of Many Colours", Corcovero eruditamente multiplica las citas que tramarían el texto de Cartaphilus: ve en él un centón, un patchwork de referencias que van desde Plinio hasta Bernard Shaw[8]. Finalmente, dictamina que el documento sería apócrifo. "Borges" por su parte, sin rechazar la erudicción de Cordovero, niega su conclusión. Lo hace con estas sugerentes palabras, con las cuales la narración concluye: "‘Cuando se acerca el fin —escribió Cartaphilus—, ya no quedan imágenes del recuerdo; sólo quedan palabras.’ Palabras, palabras despedazadas y mutiladas, palabras de otros, fue la pobre limosna que le dejaron las horas y los siglos." (OCI, 544).

Estas "palabras de otros" constituyen precisamente el inconsciente, el espacio literario que desde la sombra han venido trabajando el texto de Cartaphilus, hasta el punto de hacer su autoría difusa, anónima. "Yo se sido Homero; en breve ser é Nadie, como Ulises; en breve ser é todos: estar é muerto", ha dicho tambi én Cartaphilus, anticipando su muerte (OCI, 543). La originalidad, la novedad de la escritura de Cartaphilus —de toda escritura— no es, entonces, más que una apariencia, un olvido que la cercanía del fin disipa. El espacio literario, como el lenguaje sobre el cual está montado, borra las diferencias que constituyen la ilusoria individualidad, e instala al hombre de letras en una eternidad que no es plenitud, sino indiferencia. La muerte juega aquí un rol polivalente. Por una parte, su carácter inexorable, refractario a toda disolución en el medio del lenguaje —a toda refutación: and yet, and yet…— determina que, para el sujeto que ha hecho la experiencia de la inmortalidad (de la palabra, de la escritura), la muerte sea el acontecer único de su diferencia: por ello —se trata de una constante en Borges— el sujeto sólo puede reconocerse a sí mismo, y existir plenamente, en la fugaz inminencia de la muerte. "La muerte", observa Cartaphilus,

(o su alusión) hace preciosos y pat éticos a los hombres. Estos conmueven por su condición de fantasmas ; cada acto que ejecutan puede ser el último; no hay rostro que no est é por desdibujarse como el rostro de un sueño. Todo entre los mortales tiene el valor de lo irrecuperable, y de lo azaroso.[9]

Reconocimiento peculiar, pues consiste en una negación. La muerte es el instante en que esa fugaz subjetividad se sabe ilusoria; en el cual, no obstante, y en virtud del mismo saber, parece acceder a una irrefutable realidad. La existencia, a la vez, no sería sino postergación, resistencia ante la succión del mar primordial de la palabra. Una teoría de la subjetividad moderna podría iniciarse aquí. La idea moderna del sujeto, en efecto, tiene como n úcleo la noción de autonomía (Kant): el sujeto es aquel espacio sustraído de toda legislación heterónoma, de toda determinación que no provenga de su propia razón. No obstante, todo en la modernidad proclama la heteronomía: el sujeto será disuelto, sucesivamente, en la legislación causal de la física (el mecanicismo de raíz newtoniana), en la legislación económica (Marx), en la domesticación, la vigilancia y el castigo (Nietszche, Foucault), en las pulsiones del inconsciente (Freud) y -last but not least- en el lenguaje ("el lenguaje habla", Heidegger). Pero sólo un sujeto podría proclamar la disolución del sujeto. El sujeto es quien dice "no existo"; quien dici éndolo —afirmando una y otra vez su calidad de "hombre sin atributos" (Musil), su naufragio— se sustrae fugaz y paradójicamente de toda determinación, y conquista fugazmente su autonomía. El sacrificio es esta estrategia de afirmación por aniquilación, siempre al borde del abismo[10]. La subjetividad moderna tendría una estructura sacrificial —"pienso, luego no existo, luego existo…"— suerte de forma desplegada, conjeturamos, de la experiencia del cogito cartesiano, y su verdad.

Imposible no ver, por otra parte, en ese lector al borde del abismo, capaz de discernir en todo texto la recurrencia de una tradición, la transposición literaria del propio Borges, lector memorioso que, en "El inmortal" y en otros relatos, habría fabulado el mito fundacional de su propia literatura. El mito es un discurso performativo, que permite saltar del ser al deber ser —de la constatación de que algo es el caso, a la ética— y que, consiguientemente, inviste a quien lo enuncia de una legitimidad transvaloradora, normativa[11]. De esta manera Borges, por mediación de este mito fundacional, parece proponernos su escritura como modelo normativo: como esa ética para inmortales u hombres de letras —emanación de la obra borgiana y a la vez su investidura— cuyo contenido a ún ignoramos, pero que haría posible juzgar la artisticidad, el carácter más o menos logrado de las obras literarias. Este carácter normativo daría cuenta, además, del lugar hegemónico de la práctica literaria asociada al nombre de Borges en la cultura global de la memoria[12] de la segunda mitad del siglo XX.

4. El inconsciente literario que trama desde la sombra el manuscrito de Joseph Cartaphilus tiene —esta sería una de las ideas centrales de "El inmortal"— un nombre: Homero. Homero, de quien, como de Shakespeare, convenientemente nada o casi nada sabemos[13]. Homero, cuya circunstancia privativa consiste, ha dicho Borges, en la "dificultad categórica de saber lo que pertenece al poeta y lo que pertenece al lenguaje"[14]; nombre vacío, entonces, a trav és del cual el lenguaje y la tradición literaria de Occidente hablarían sin interferencias. Tal tradición, representada en sus textos paradigmáticos, constituiría la genuina Escritura, a la cual la cultura de Occidente inexorablemente habría de volver; suerte de capital simbólico, de dimensión finita —"Cuatro son las historias. Durante el tiempo que nos queda seguiremos narrándolas, transformadas", dice Borges en "Los cuatro ciclos"[15]—a cuenta del cual las escrituras singulares, empíricas, inevitablemente habrían de girar.

 

Pero, ¿es posible compatibilizar el nominalismo, para el cual lo primordial, como sabemos, son los individuos y las obras individuales, con la idea de espacio literario, en el cual precisamente toda autoría individual queda disuelta? ¿Y es posible acaso una ética nominalista -una est ética, para el caso da igual- que vaya más allá de la convención, las buenas maneras, la costumbre o la mera indiferencia[16]? Es tiempo de abordar estas preguntas, que desde el inicio rondan a este texto.

5. El espacio literario, hemos dicho, es la condición de posibilidad de las escrituras empíricas. Este carácter, llamado "trascendental" en la lengua filosófica, lo define. Ahora bien: la idea de posibilidad constituye, precisamente, el punto de apoyo al que recurre Kant para intentar transferir el contenido normativo de la vieja metafísica a la cultura nominalista de la modernidad, fundando el proyecto de una modernidad no carente de contenido ético. La posibilidad, en efecto, es una suerte de fantasma, un aura metafísica adherida a los fenómenos[17]: un fantasma dotado, no obstante, de una consistencia ontológica de la cual los fenómenos, en su contingencia, están desprovistos. La observación de fenómenos, en efecto, sólo permite inferir regularidades estadísticas, que se expresan en enunciados generales. El espacio que los hace posibles, en cambio, da lugar a enunciados universales, necesarios. Pero un enunciado universal trasciende la mera existencia empírica, tal como un observador igualmente empírico la podría constatar: incluso a nivel de los fenómenos físicos, expresa un "deber ser", una norma a la cual los hechos, observados o no (¡pero atención: observables!), necesariamente se han de ajustar.

El inter és de Kant por la ciencia de Newton y Galileo -plasmada en su consigna: "poner a la filosofía en el camino seguro de ciencia"- cobra sentido en el contexto de su audaz empresa filosófica: la busqueda de alg ún vestigio de normatividad, un punto de apoyo que permita instalar una ética en el horizonte de la modernidad. La ciencia moderna constituye una suerte de avanzada del empirismo de la modernidad: no obstante, ella reivindica el derecho a hablar de los fenómenos en t érminos de enunciados universales y necesarios, de modo que las leyes de Newton serían tan válidas en el planeta Tierra como en las galaxias más recónditas. ¿Cómo, se pregunta Kant, son posibles enunciados (juicios) que hablan de experiencia, y sin embargo se las arreglan para ser universales? ¿Cómo es posible que haya enunciados universales que, sin embargo, no est én desprovistos de contenido empírico, que no sean vacíos como los de la lógica formal? En la pregunta está la respuesta. La posibilidad, que antecede a la realidad fenómenica, es la clave de la universalidad; la idea de posibilidad aporta la metafísica mínima —grado cero de la metafísica— que requiere el paso del ser empírico a la norma, en condiciones modernas. Ahora bien: lo mismo sucede - no puede sino suceder- con la borgiana " ética para inmortales". De allí que el "bosquejo" de tal ética nos sea dado en un texto que funda míticamente la idea de espacio literario, condición de posibilidad de fenómenos literarios, de obras literarias singulares.

La posibilidad —tal es su pretensión— anticipa, prefigura la experiencia que se encontraría tramada por ella. O, más bien, a trav és del concepto de posibilidad, una cierta experiencia, fenom énica o literaria, histórica y culturalmente situada, es investida imaginariamente en norma: en el producto, no ya de la incierta historia humana, sino de un designio escrito en el cielo de las esencias. No es raro entonces que los poderes corrosivos de la razón moderna —las distintas "hermen éuticas de la sospecha"[18]— se hayan lanzado contra el remanente metafísico presente en el pensamiento trascendental, haciendo su historia profana, su generalogía: reconduci éndolo al complejo de circunstancias y experiencias contingentes que constituirían su humano, demasiado humano origen. No obstante, el propio ejercicio crítico de la razón supone a su vez una norma: un plus de significación desde el cual, como lo exige por lo demás el difuso nominalismo de la modernidad, la historia pueda ser observada y juzgada. Pero de esta manera, en un nivel superior de la espiral del pensamiento crítico, posibilidad y norma se vuelven a hacer incómodamente presentes. Finalmente, la idea de posibilidad —así ocurre por ejemplo en Mímima Moralia, la "ciencia melancólica" de Adorno— queda reducida a un punto virtual: a una imposible pero imprescindible "perspectiva de la redención", suerte de hipóstasis espacial y visual de un preguntar interminable[19].

Ahora bien, el espacio literario, transposición al terreno de la literatura de esa metafísica mínima que toda ética parece requerir, no puede sino experimentar un proceso paralelo de depuración de contenidos positivos, de accesis mística. Más arriba, en efecto, hemos asimilado este espacio a la tradición literaria: a una Escritura, Libro Absoluto que las escrituras empíricas no podrían sino repetir[20]. Hasta ahí era posible entender —los nombres de Homero y Shakespeare, la idea de las cuatro recurrentes historias así parecen indicarlo— que tal Escritura sí podría estar dotada de un contenido positivo: que podría constituir una suerte de canon literario, como el propuesto por Harold Bloom en El Canon Occidental; un canon al cual, "angustia de las influencias" de por medio, toda buena literatura debiera hacer referencia[21]. Pero, ¿qu é es una Escritura, un Libro Absoluto? ¿Cuál es la relación entre ella y las escrituras que la repiten, la interpretan?

Un Libro Absoluto puede ser entendido, en principio, como la fuente de una autoridad -autoridad religiosa, política, cultural- igualmente absoluta, que se legitima apelando a su contenido positivo; así es como las instituciones religiosas de las grandes religiones monoteístas han tendido a leer el Libro que contendría su Revelación. No obstante, esta interpretación es frágil: tarde o temprano el pretendido contenido positivo ha de ser presa de alg ún Dr. Nahum Cordovero - de un crítico cultural, premunido del arsenal de herramientas de la historia y de las ciencias del lenguaje- quien no tendrá dificultad en interpretar el Libro como un centón, una amalgama de textos cuyo supuesto carácter sacro no sería sino la sacralización de una voluntad de poder.

Autoridad religiosa y crítica coinciden aquí en otorgar al Libro un contenido positivo, y sólo difieren en la cuestión de su origen. Ciertas interpretaciones místicas, en cambio, niegan que a lo absoluto pueda asociarse contenido positivo alguno. En ellas, la Escritura se retrae a un punto virtual: un pre-texto, carente de contenido positivo, a partir del cual se desencadena una interpretación infinita. En la mística judía, rica en reflexiones sobre la relación entre lo absoluto y la escritura -lo absoluto como Escritura- esta tendencia se expresa de manera extremadamente plástica y concentrada. Se trata allí de la relación entre la Revelación —la llamada "Torah escrita"— y la "Torah oral", la profusa colección de comentarios, y de comentarios de los comentarios, a los cuales la primera habría dado lugar. Ahora bien, seg ún la audaz imagen propuesta por el místico hasídico del siglo XIX Rabbi Mendel Torum de Rymanow, la "Torah escrita" —lo que efectivamente habría de palabra divina, absoluta, en los textos considerados sagrados— se reduciría a la letra aleph, inicio de la palabra hebrea "yo" (anoji), con la cual Adonai inicia su alocución a Mois és en el Sinaí; todo lo demás sería escritura humana, Torah oral. Pero aleph es una letra muda: la sola apertura de la glotis antes de empezar a vocalizar; un pre-texto entonces, vacío pero ineludible, que proyecta hacia adelante a una cultura de la lectura, de la interpretación[22].

En esta vertiente mística es posible reconocer el espíritu antiautoritario, y por ende nominalista, de la modernidad. En efecto: para mantener la tensión ética asociada a la trascendencia, evitando a la vez que juegue del lado del poder, es necesario que el verdadero nombre de la divinidad sea "Nada", y que su palabra, la Escritura, se contraiga en una letra muda. Ahora bien, de la misma manera, sólo la referencia imprescindible a un pre-texto vaciado de contenido podría constituírse, al interior de una cultura nominalista, en imperativo categórico de una " ética para inmortales", en criterio de la artisticidad de las obras literarias. Pero la referencia vaciada de referente no es sino un puro acto de referir: una interrogación, lanzada al vacío, en torno a la artisticidad de la propia obra. Literarias - éticas, artísticas, extra-ordinarias- serían entonces aquellas obras (y sólo aqu éllas) que se tematizan a sí mismas, e incluyen en su trama la pregunta obsesiva por la literatura y por su propia artisticidad literaria: obras volcadas autorreferencialmente sobre sí mismas, cuyo prototipo es la misma obra borgiana, que interminablemente intentan darse alcance a sí mismas, que interminablemente traman la teoría de su propia práctica literaria.

6. Por otra parte, con la autorreferencia se cumple, de manera paradójica, la vocación de realismo de la literatura. Realismo, pero no de una realidad aprehendida y a la vez construída en el lenguaje, sino de lo Real como objeto de repulsión y deseo, más allá de toda inscripción. El lugar clásico de la literatura borgiana en el cual esta cuestión se desarrolla es el ensayo "Magias parciales del Quijote", incluído en Otras Inquisiciones (1952). Borges pasa revista allí a una serie de ocurrencias de un procedimiento literario que, a partir de un texto de Andr é Gide, suele ser denominado con un t érmino tomado de la heráldica: la puesta en abismo, la mise en abyme[23], en virtud de la cual la obra, artefacto simbólico perteneciente al mundo del autor y del lector, irrumpe al interior de sí misma, en el plano ideal de la ficción. El Quijote, cuyos personajes, sorprendentemente, son lectores del Quijote y conocen a su autor; Hamlet, cuya trama incluye una suerte de miniatura de la propia pieza; la noche 602 de Las mil y una noches, en la cual Scherezade inicia un relato que se asemeja alarmantemente al texto que la contiene como personaje, son ejemplos de este recurso, cuyo efecto es una regresión al infinito ("que la reina persista, dice Borges sobre Scherezade, y el inmóvil rey oirá para siempre la trunca historia de Las mil y una noches, ahora infinita y circular). Ahora bien, reflexionando sobre la inquietud que estos artificios provocan, Borges concluye: "tales inversiones sugieren que, si los caracteres de una ficción pueden ser sus lectores o espectadores, nosotros, sus lectores o espectadores, podemos ser ficticios." (OCII, 47).

"Podemos ser ficticios". La autorreferencia pone de manifiesto que los recursos mediante los cuales trazamos los límites de aquello que llamamos "mundo" no difieren, en lo fundamental, de los que pone en juego la literatura para construir sus ficciones. El mundo es, en otras palabras, una construcción simbólica, un horizonte trazado en el medio del lenguaje. Y una vez que hemos cruzado el umbral de la palabra, no hay vuelta atrás: no es posible mirar por detrás del lenguaje para acceder a lo Real: ello ha quedado atrás como un objeto de deseo, anhelado e imposible ("En aquel preciso momento el hombre se dijo:/ Que no daría yo por la dicha/ De estar a tu lado en Islandia […] En aquel preciso momento/ El hombre estaba a junto a ella en Islandia", escribe Borges en un poema de sugerente título — "Nostalgia del presente").

Una cosa es estar confinado al lenguaje como a una cárcel (la figura es de Wittgenstein); otra, saber que se lo está. Para ello hace falta un punto de mira, una cierta elevación, que precisamente la autorreferencia proporciona. La autorreferencia es fuente de extrañas paradojas, como la del mentiroso ("yo miento", etc); tambi én de invenciones fantásticas como la del mapa perfecto, que en virtud de su perfección debe contenerse a sí mismo, y nos lanza a una regresión infinita. Tales figuras nos perturban, pero no en virtud de su irracionalidad, sino precisamente por emanar de la lógica, del corazón mismo de la racionalidad. Constituyen así una suerte de equivalente ling üístico de la anamorfosis lacaniana: grietas a trav és de las cuales, oblicuamente, se vislumbra el destello inquietante de lo Real; vestigios de la ausencia, de la falta que nos constituye, que han quedado depositados en la gramática profunda del lenguaje y la razón. Esta es la clave de lo fantástico borgiano, cuya relación con la " ética para inmortales" quisieramos, por último, poner de manifiesto.

La literatura fantástica convencional, en efecto, le presenta al lector hechos extraños, de difícil explicación, y lo arroja a una vacilación entre una explicación natural (se trataba en verdad de un sueño, o de una alucinación, o de efectos de leyes a ún desconocidas, pero naturales), y una explicación sobrenatural. La vacilación, a menudo encarnada en alguno de los personajes, debe ser experimentada por el lector: allí radica lo específico del g énero[24]. Sin embargo, hasta aquí la extrañeza no sobrepasa la forma de la legalidad: en uno u otro polo, se trate de una explicación natural o sobrenatural, física o metafísica, la legalidad de la experiencia no ha sido puesta en cuestión. Incluso, se diría que, a la manera de la kantiana "experiencia de lo sublime" (en la cual, por ejemplo, el sujeto, ante el espectáculo de la naturaleza desatada, hace la experiencia de su cuasi-p érdida), la vacilación que induce el relato fantástico constituye una suerte de rito iniciático, al final del cual la soberanía de la razón resulta dramática y triunfalmente confirmada.

No sucede así en el caso de la puesta en abismo borgiana, dispositivo que pretende abrir paso a un desfondamiento más primordial de la experiencia. El narrador de "Tlön, Uqbar, Orbis Tertius" (El jardín de senderos que se bifurcan, 1941) es consciente de este efecto cuando, en lo prolegómenos del relato, se detiene en la siguiente circunstancia :

Nos demoró una vasta pol émica sobre la ejecución de una novela en primera persona, cuyo narrador omitiera o desfigurara los hechos e incurriera en diversas contradicciones, que permitieran a unos pocos lectores —a muy pocos lectores— la adivinación de una realidad atroz o banal (OCI, 431).

Lo real, en toda su banalidad y atrocidad, aguarda tras estos juegos especulares. Y la pol émica en cuestión, desarrollada sugerentemente en la proximidad de un espejo ("desde el fondo remoto del corredor, el espejo nos acechaba", advierte el narrador) da paso a un asombroso relato, que nos presenta un mundo invadido por la enciclopedia de un planeta imaginario, Tlön. Relato asombroso en el cual se adivina — ciertas pistas nos conducen a ello— una alegoría del mundo ling üistizado, del mundo construído y deconstruído en el lenguaje, que crecientemente es el nuestro[25].

7. La metáfora de la legibilidad del mundo, del universo como un libro "en el cual escribimos inciertamente y en el cual tambi én nos escriben" constituye un tópico borgiano. Un tópico que Borges elabora citando, entre los modernos, a Galileo, a Bacon, a Carlyle, a Bloy; tambi én a Mallarm é, para quien el mundo existiría "para un libro. (Del culto de los libros, Otras Inquisiciones). Pero el "libro del mundo" es tambi én la imagen, borgiana avant la lettre (sólo que ahora sabemos que la lettre es aquello que va siempre —que no puede sino ir— par avant), que Ludwig Wittgenstein elabora en su Conferencia sobre ética, para expresar la peculiar identidad de lo real y lo racional que la empresa cognitiva de la modernidad produce. Un libro, éste, en el cual se registra minuciosamente "la descripción total del mundo". Un libro cuyo contra-libro es, precisamente, ese libro de ética que, en la cita de la misma Conferencia que sirve de epígrafe a este texto, amenaza con destruir "como una explosión, todos los demás libros del mundo."

Por la via de la autorreferencia y de su efecto abismal, hemos dado con un vínculo entre la paradójica " ética para inmortales" y la apelación a lo Real. No podía ser de otra manera. La ética exige el abandono del "círculo mágico de la existencia" -allí donde lo real y lo racional, la historia y la verdad convergen- para acceder a una Verdad Otra, desde la cual la historia misma pueda ser juzgada. La trascendencia de lo divino, la materia rebelde al concepto del materialismo, la misma idea kantiana de lo incondicionado, han dado sucesivamente soporte a esta exigencia. A nosotros, aplicados funcionarios del libro del mundo, en cambio, nos tocaría experimentarla bajo la forma del retorno, de la sigilosa explosión de lo Real.

 

Eduardo Sabrovsky
Ocubre 1999.



[1] Todas las referencias a textos de Borges corresponden a Obras Completas, Emec é Editores, Barcelona 1996, y se individualizan mediante un n úmero romano para el volumen, y un n úmero arábigo para la página. Cuando corresponde, se indica tambi én el título del libro en el cual fue publicado originalmente el texto.

[2] De hecho, así ha sido leído, ejemplarmente, por Carlos P érez Villalobos ("El eterno retorno de Homero", Cuadernos Arcis-Lom Nº3, Santiago de Chile mayo-junio 1996, pp. 99-115); tambi én por Enrique Pezzoni (Annick Louis, comp., Enrique Pezzoni lector de Borges. Lecciones de literatura 1984-1988, Ed. Sudamericana, Buenos Aires 1999, pp. 169-187).

 [3] "…la metafísica es una rama de la literatura fantástica" afirman los metafísicos de Tlön ( "Tlon, Uqbar, Orbis Tertius", OCI 436). Así, saldan a favor de la ficción una pol émica milenaria, y se hacen partícipes de una concepción que Borges propone en ensayos y epílogos (ver por ejemplo: OCI 280, OCII 152). "Tlon, Uqbar, Orbis Tertius", fábula de un mundo invadido por una enciclopedia, es otra parábola del espacio literario, así como del nominalismo que (ver más adelante), se halla en su base.

[4] El poema "El insomio" (El Otro el Mismo, OCII, 237-8) trata tambi én del insomnio, de la incapacidad de olvidar, de los desechos ("sobras de Buenos Aires"), de la inmortalidad ("Creo en esta noche en la terrible inmortalidad"). Se podría hacer un paralelo con la concepción de sueño en Blanchot (en "El dormir, la noche", texto incluído en El espacio literario); tambi én con la experiencia fundamental que L évinas (El tiempo y el otro) caracteriza como la experiencia del "il-y-a" (del "hay", anónimo).

[5] Peter Sloterdijk, En el mismo barco, trad. Manuel Fontán del Campo, Ediciones Siruela, Madrid 1994, pp. 39-40.

[6] Tautología de la cultura: todas las culturas se legitiman ofreciendo soluciones a problemas que ellas mismas han inventado (y fracasan en ello). La distancia entre el problema y la solución constituye el espacio donde se instala la tarea; el fracaso es la evidencia de que la tarea era imposible.

[7] En este sentido, debiera ser posible, y fructífero, aproximar las miradas saturninas, melancólicas, místicas, de Benjamin y Adorno, a la de Borges.

Un inventario de figuras borgianas de la exterioridad —de lo Real, al margen de toda inscripción simbólica— debiera incluir tambi én el cuchillo (la espada), y el Sur (la experiencia sudamericana tal como aparece en el relato "El Sur" (Artificios, 1944), o en el "Poema Conjetural" (El otro, el mismo, 1964): "…al fin me encuentro/con mi destino sudamericano", piensa el Coronel Francisco Laprida mientras aguarda la muerte —"el íntimo cuchillo en la garganta"— en medio de "la noche lateral de los pantanos" (OCII, 245). 

[8] A coat of many colours es, seg ún la King James Version, la prenda que Jacob confeccionó para su hijo Jos é en señal de afecto (Gen., 37,3). El nombre "Nahum Cordovero" es obviamente sefardita. Mois és Cordovero fue, de hecho, un cabalista, un místico judío de la diáspora de Safed, en el siglo XVI. Nahum -observa Pezzoni- significa "consuelo". ¿El consuelo aportado por un ilusorio rescate de la figura del autor, desde las profundas aguas del espacio literario? Por otra parte, ¿qui én inaugura la tradición de leer la Biblia como si fuese un centón? Tras el erudito y tenaz Nahum Cordovero se recorta quizás la figura de Baruch Spinosa, "libre de la metáfora y el mito" (El otro, el mismo, OCII 308).

[9] OCI, 541. Este sentimiento se encuentra articulado tambi én en numerosos poemas. "Elogio de la sombra" (OCII, 395-6) termina con los siguientes versos: "…Llego a mi centro, /a mi álgebra y mi clave, /a mi espejo. /Pronto sabr é quien soy." En el Epílogo de El Hacedor (1960) se dice: "Un hombre se propone la tarea de dibujar el mundo. A lo largo de los años puebla un espacio con imágenes de provincias, de reinos, de montañas, de bahías, de naves, de islas, de peces, de habitaciones, de instrumentos, de astros, de caballos y de personas. Poco antes de morir, descubre que ese paciente laberinto de líneas traza la imagen de su cara." (OCII, 232). Esta idea se repite, con palabras muy similares, en el poema "La Suma" (Los conjurados, OCIII, 470).

[10] Para el concepto de sacrificio, ver: Georges Bataille, La parte maldita, trad. Fco. M úñoz de Escalona, Icaria, Barcelona 1987.

[11] "Transvaloración" es la traducción literal de la "Umwertung" nietzscheana. Nótese la paradójica estrategia transvaloradora de Borges, en virtud de la cual el sujeto de la escritura inicialmente se borra ("Si las páginas de este libro consienten alg ún verso feliz, perdóneme el lector la descortesía de haberlo usurpado yo, previamente", escribía Borges ya en 1923, en la dedicatoria del Fervor de Buenos Aires). Pero, seguidamente, esa borradura le confiere un status oracular: la literatura hablaría por su intermedio,, ni más ni menos.

[12] Huyssen, Andreas, "La cultura de la memoria: medios, política, amnesia". Revista de Crítica Cultural Nº18, Santiago de Chile, Junio 1999.

[13] "Nadie hubo en él: detrás de su rostro (que a ún a trav és de las malas pinturas de la época no se parece a ning ún otro) y de sus palabras, que eran copiosas, fantásticas y agitadas, no había más que un poco de frío, un sueño no soñado por alguien". Así es Shakespeare, en "Everything and nothing" (El hacedor, OCII 181-2), a quien Dios dirige las siguientes palabras: "Yo tampoco soy; yo soñe el mundo como t ú soñaste mi obra, mi Shakespeare, y entre las formas de mi sueño  estabas t ú, que como yo eres muchos y nadie."

[14] "Las versiones hom éricas", Discusión (1932), OCI, 240.

[15] El oro de los tigres (1972), OCII, 504.

[16] La costumbre es la explicación empirista para toda forma de universalidad. Y sólo indiferencia experimentan los inmortales frente al dolor. Así tambi én, los moradores de la Biblioteca de Babel no experimentan más que indiferencia ante la destrucción de cualquier volumen singular, dado que se lo hallará repetido, con imperceptibles variaciones, un n úmero indefinido de veces.

[17] "La posibilidad del movimiento debe ser más bien como una sombra del movimiento mismo". Ludwig Wittgenstein, Investigaciones Filosóficas, §194)

[18] La expresión es de Paul Ricoeur, en referencia al pensamiento de Marx, Nietzsche y Freud.

[19] "Para terminar.—" Así inicia Adorno el aforismo que cierra Minima Moralia, el cual prosigue: "El único modo que a ún le queda a la filosofía de responsabilizarse a la vista de la desesperación es intentar ver las cosas tal como aparecen desde la perspectiva de la redención. El conocimiento no tiene otra luz iluminadora que la que arroja la idea de redención: todo lo demás se agota en meras reconstrucciones y se reduce a mera t écnica." "Esta posición, agrega más adelante "representa lo absolutamente imposible , puesto que presupone una ubicación fuera del círculo mágico de la existencia, aunque sólo sea en un grado mínimo, cuando todo conocimiento posible, para que adquiera validez no sólo hay que extraerlo de lo que es, sino que tambi én, y por lo mismo, está afectado por la deformación y la precariedad mismas de las que intenta salir." Pero el pensamiento "hasta su propia imposibilidad debe asumirla en aras de la posibilidad." (Mínima Moralia, §153, trad. Joaquín Chamorro Mielke, Taurus, Madrid 1987). El pensamiento crítico de la modernidad sabe, en otras palabras, que nada hay sino lo condicionado, y que su propio saber no podría constituir la excepción. En adelante, se le presentan dos alternativas:

1. Instalarse en un "positivismo feliz" (Foucault), para el cual la distinción condicionado/ incondicionado, y  la pretensión de  trascender el "círculo mágico de la existencia" son metafísicas, carentes de sentido y deben ser abandonadas. No hay manera de mirar por detrás de nuestro lenguaje y de nuestras prácticas ordinarias; no tiene sentido preguntarse por lo real más allá de este horizonte. No existe descalce alguno entre la razón y la historia: ello, no como el resultado de un drama dial éctico à la Hegel, sino porque no podría ser de otra manera. El constructivismo, la "ordinary language philosophy", son exponentes paradigmáticos de esta posición.

2. Persistir en "responsabilizarse a la vista de la desesperación". Entonces la espiral mística adorniana es ineludible. Sugerentemente, éste es tambi én el camino de pensadores tan disímiles como Bataille o el Wittgenstein del Tractatus. Este último, en aras de preservar la posibilidad de la ética, acepta de buena gana la carencia de sentido de ésta, y de la propia empresa intelectual del Tractatus. "Sentido" y "carencia de sentido" (sinloss) se encuentran aquí, sin embargo, en una relación dial éctica. Lo carente de sentido, en efecto, no es lo meramente "sin sentido" (unsinnig): es, más bien, lo Otro del sentido, y su condición de posibilidad (Tractatus Logico-Philosophicus, §§4.461-4.4611.

[20] Un Libro Absoluto, dice Borges en uno de los tantos pasajes que dedica a tan fantástica idea, sería "un libro de los libros que inclu[iría] a todos como un arquetipo platónico" ("Nota sobre Walt Whitman", OCI 249). A continuación hace un inventario de quienes "alimentaron esa ambición", desde Apolonio de Rodas hasta Joyce, Eliot y Pound, pasando por Donne, Milton, Góngora, Mallarm é ("tout aboutit à un livre") y Yeats. Habría que agregar a esta lista el nombre del propio Borges, quien más de una vez hace un guiño de complicidad hacia tan ilustre galería de ambiciosos. Un Libro Absoluto, en efecto, es un libro en el que se hallan prefiguradas todas sus lecturas e interpretaciones "posibles" y que, por ende, se comenta a sí mismo. De la misma manera, ciertos relatos de Borges ("El inmortal", "Tlön, Uqbar, Orbis Tertius", entre otros) incluyen sus comentarios en postdatas que, literalmente, están "postdatadas", es decir, fechadas con posterioridad a su data de publicación. De esta manera, el comentario borgiano se instala en una suerte de presente intemporal del cual nosotros, sus lectores, con nuestras lecturas e interpretaciones, somos parte. La ficción borgiana aspira a prefigurar a sus lectores, de la misma manera como alg ún texto de Whitman ("Salut au monde", 3) postula, seg ún anota el propio Borges, la inmortalidad del poeta mediante el recurso de confundirse con "cada futuro lector" y dialogar en el poema con el otro, con Whitman (" ¿Qu é oyes, Walt Whitman?). La lectura borgiana de Whitman ("El otro Whitman"; "Nota sobre Walt Whitman", Discusión, 1932), apunta, nuevamente, hacia la idea de espacio literario.

[21] The Western Canon. The Books and School of the Ages, Riverhead Books 1995; The anxiety of influence, Oxford University Press 1973.

[22] Ver para esto: Gershom Scholem, La cábala y su simbolismo, trad. Jos é A. Pardo, Siglo XXI, M éxico 1978, pp. 33-34.

[23] El texto de Gide es de 1893, y está incluído en los c élebres Diarios. Para un análisis contemporáneo de este procedimiento, ver: Lucien D älenbach, El relato especular, trad. Ramón Buenaventura, Visor, Madrid 1991.

[24] Tzevan Todorov, Introducción a la literatura fantástica, trad. Silvia Delpy, Ediciones Coyoacán, M éxico 1994.

[25] Mundo posthistórico, tambi én, puesto que sabe que la historia es otro artificio literario más. Así, "ya en la memorias un pasado ficticio ocupa el sitio de otro, del que nada sabemos con certidumbre -ni siquiera que es falso" ("Tlön, Uqbar, Orbis Tertius", OCI 443).

 

 

 
        
 

© Borges Studies Online 17/06/01
© Eduardo Sabrovsky


How to cite this article:

Eduardo Sabrovsky. "Bosquejo de una ética para inmortales"  Borges Studies Online. On line. J. L. Borges Center for Studies & Documentation. Internet: 17/06/01 (http://www.borges.pitt.edu/bsol/sabrovsky.php)