University of Pittsburgh

Vicente Cervera Salinas
Las horas y los siglos de Borges

  

De cuantos escritores han frecuentado la lengua hispana en este siglo que nos deja, es Jorge Luis Borges aquel que nunca me abandona. De cuantos cuentos reviven inmarcesibles y claros en mi oscura memoria, es "El inmortal" el que siempre descubro nuevo e indescifrado. Inagotable, inalterable, sereno, compacto, vertiginoso y único, este cuento quiero referirlo como el "cuento de los cuentos", el que perdura por su estilo y por su genuina estratificación de niveles filosóficos y literarios: el más complejo y completo, el que juega con los grandes mitos y constantes de la historia de Occidente y no lo hace tan sólo por el placer de jugar, sino tambi én por el de despertar y abrir la sima del espíritu consciente y libre.

"El inmortal" se publicó hacia mitad de siglo, incluido en la colección de relatos "El Aleph", cuando Borges frisaba como Don Quijote la cincuentena y alcanzaba los "dones" de la madurez intelectual y espiritual, cultivados a lo largo de una vida entregada al ejercicio del arte "que entreteje naderías". La importancia y consistencia de este extenso relato radica en la multiplicidad de niveles que integra y aborda, con suma maestría en la capacidad de síntesis y cohesión interna de todos sus elementos compositivos. Acomete Borges la problemática de la inmortalidad desde una perspectiva claramente desmitificadora y "deconstructiva" en lo que respecta a la concepción trascendente de la b úsqueda de una inmortalidad personal, individualizada y biográfica. La ironía tiñe los pasajes del texto en que descubrimos cómo la nación de los inmortales se ha convertido, mediante un hábil y clarísimo tirón de descenso del concepto sublime y prestigioso del hallazgo de la inmortalidad, en una tribu, la de los trogloditas, que han olvidado no sólo la validez o aplicación de cuantos conocimientos adquirieron a lo largo de su dilatada e infinita existencia, sino incluso la capacidad de articular el lenguaje: el don de la palabra, la morada del ser que ha dejado, paradójicamente, a los inmortales sin morada humana. Para insistir a ún más en esta "desacralización" de un antiguo y permanente anhelo de los hombres, presenta Borges a Homero como uno de los habitantes de ese pueblo, precisamente aquel que, re-bautizado por el narrador y protagonista del cuento como Argos (juego textual entre Borges y la materia hom érica), le confiesa la autenticidad de los acontecimientos que ha presenciado. Al cabo, nos queda una nueva imagen del deseo de inmortalidad como falacia y engaño, pues "ser inmortal es baladí; menos el hombre, todas las criaturas lo son, pues ignoran la muerte; lo divino, lo terrible, lo incomprensible, es saberse mortal".

Pero, frente a esa dimensión "ingenua" y baladí de lo inmortal, introduce sutilmente Borges un factor sorpresa que de alg ún modo relativiza la certidumbre de inanidad y escepticismo que aureola el relato. Construye el autor su texto a partir de las nociones de "olvido" y de "memoria", en clara remisión a los postulados metafísicos de la filosofía de Platón, sobre la que Borges asienta su cosmovisión moderna. Es curioso comprobar cómo el autor argentino rearticula y "resemantiza" a esta nueva luz el espíritu filosófico de la Antig üedad. Parte "El inmortal" de una cita tomada de los "Ensayos" de Francis Bacon, desde la cual articula y vertebra el contenido de su texto. El paratexto reza: "Salomón dijo: No hay nada nuevo sobre la tierra". Y así, de la misma manera que Platón imaginó que "todo conocimiento no es sino un recuerdo", del mismo modo Salomón sentenció que "toda novedad no es sino un olvido"". Observemos, desde esta atalaya conceptual, cómo ilumina Borges su cuento desde el prisma platónico de la inmortalidad del alma, y más concretamente, desde el motivo de la "anámnesis" o reminiscencia. Desplegado tal motivo a lo largo de varios diálogos platónicos ("Menón"; "Fedón", "Fedro"), el recurso de la reminiscencia alcanza nueva concreción semántica en su relato. El componente órfico-pitagórico del tema, que asimiló sabiamente Platón con los dictámenes "pedagógicos" de la filosofía de Sócrates, se filtra como remodelación y reformulación del tópico sobre la inmortalidad. Borges traslada el pensamiento especulativo al ámbito de la literatura, más específicamente al de la escritura, pues "El inmortal" no es tan sólo la narración de un personaje –el tribuno romano Marco Flaminio Rufo, que peregrina en busca de las aguas de un río que proporcionan la inmortalidad- sino que más alla, y en el fondo, consiste en la historia de un texto escrito, en los avatares de un manuscrito. Ese manuscrito que el anticuario Joseph Cartaphilus de Esmirna –nombre alegórico, patria de Homero- dejó en el último volumen de la "Ilíada" de Alexander Pope (el escritor ingl és del XVIII que interpretó a su manera la epopeya hom érica) y en donde se narran, precisamente, las aventuras, los "trabajos" y los días del tal Marco Flaminio, protagonista del relato (de los dos relatos: el de Cartaphilus y el de Borges).

Se trata, en suma, como puede apreciarse, del conocido recurso estructural del relato-marco organizado al modo de las "cajas chinas" que Borges recoge de la tradición narrativa y dispone, modernamente, como una laberíntica y compleja "puesta en abismo" del pensamiento y la escritura. El mecanismo estructural se intensifica en un nuevo círculo conc éntrico de la mano de Borges: el manuscrito es, a su vez, hallado por un bibliófilo erudito –"alter ego" del propio autor- que lo lee, lo edita y lo interpreta, como Alexander Pope hiciera con la "Ilíada" y como, dentro del propio texto, el autor implícito Joseph Cartaphilus realiza con su manuscrito (la "vida" del tribuno romano).

Subrayemos, pues, la propensión borgesiana hacia el motivo del infinito, en que el hombre pierde su posición y su centro, como otra imagen de la "esfera de Pascal", como otro inextricable "aleph": un escritor ficticio ha redactado un manuscrito sobre las peripecias de un personaje supuestamente "inmortal"; ese mismo autor ficticio comenta su texto y le da una interpretación, y otro personaje del relato (el bibliófilo editor) nos lo presenta a los lectores, ofreci éndonos tambi én una "lectura" hermen éutica del mismo. Los lectores, por último, nos vemos obligados a entrar en el engranaje y propiciamos nuestra peculiar interpretación de todo el texto. Pero, además, lo verdaderamente interesante de "El inmortal" no estriba en este juego especular y cervantino donde ficción y realidad se entremezclan y funden, sino que las "interpretaciones" que los autores realizan sobre los textos-estratos que componen el cuento, se dirigen, precisamente, a mostrarnos esa "modernizada" concepción de la inmortalidad como reminiscencia literaria.

De esta manera, Cartaphilus, al releer su obra, descubre que, en el fono, lo que ha contado no es original ni nuevo. Su "relectura" le sirve de sutil reconocimiento. En realidad, no ha hecho sino relatar elementos dispersos y diversos de la materia hom érica. Todo lo que acaece a su personaje de ficción remite textual, intertextualmente, al discurso literario de Homero, fundador de la "inmortalidad" literaria en nuestra historia est ética de Occidente. "La historia que he narrado –reconoce- parece irreal porque en ella se mezclan los sucesos de dos hombres distintos": Flaminio es Homero, en tanto todo personaje de ficción literaria está revisitando, recogiendo, las "palabras" que Homero fundó. Cartaphilus descubre el artificio al repasar las páginas: recuerda lo olvidado, recuerda que cuanto escribió eran palabras ya leídas y escritas con anterioridad. De esta manera, mediante la reminiscencia platónica, el autor-Cartaphilus reconoce que ha escrito algo que ya sabía y hubo olvidado. Del mismo modo, el bibliófilo-editor insiste, al recapitular interpretativamente todo el texto, que Cartaphilus no fue un mero estafador, que su texto no es un "centón" o "palimpsesto" consciente de otros textos, sino que, en el fondo, Cartaphilus era tambi én Homero, y que todo escritor, definitivamente, lo único que hace es barajar y unir "palabras" de otros. La inmortalidad brilla pues, de manera nueva y distinta, con una fuerza y un contenido inusitados para Borges: ning ún escritor, como ning ún hombre, alcanza una inmortalidad "personal", pero todos los escritores son "inmortales" en la medida en que comparten un mismo espíritu literario, y aplican esas "palabras de otros" a sus textos, en apariencia "nuevos", aunque en realidad, "olvidados". Sólo la "relectura", la interpretación, la ex égesis textual ocasiona, dispara el mecanismo del reconocimiento de lo olvidado y hace aparecer, con toda su luz, la validez de la "anamnesis" platónica. Un solo texto existe a lo largo de la Historia de la literatura; un solo autor: lo demás es accesorio, anecdótico, parcial. Existe el espíritu que genera, regenera, revive y reactualiza las "presencias reales" de la literatura. Darle el nombre de Homero a ese espíritu inmortal de la escritura es, al final, una metáfora: la metáfora "inmortal" del escritor. "Cuando se acerca el fin –son palabras del Cartaphilus que ha "comprendido" la esencia de su escritura, de su manuscrito-, ya no quedan imágenes del recuerdo; sólo quedan palabras. No es extraño que el tiempo haya confundido las que alguna vez me representaron con las que fueron símbolo de la suerte de quien me acompañó tantos siglos. Yo he sido Homero; en breve, ser é Nadie, como Ulises; en breve, ser é todos: estar é muerto". Y sobre este texto reflexiona el editor (Borges reflexiona): ""Cuando se acerca el fin –escribió Cartaphilus- ya no quedan imágenes del recuerdo; sólo quedan palabras". Palabras, palabras desplazadas y mutiladas, palabras de otros, fue la pobre limosna que le dejaron las horas y los siglos"".

Por esta extraordinaria razón, por haber desbaratado irónicamente la inmortalidad personal , la "nadería de la personalidad", por haber defendido que todo escritor es una remisión olvidada de anteriores palabras, por haberlo hecho evidente y "metaliterario" utilizando un propio texto de ficción, extraordinario como ning ún otro, alcanza Borges una paradójica "inmortalidad" y figura entre los nombres del "canon literario" de Occidente. Pero eso tampoco importa. Lo cierto y verdad es que Jorge Luis Borges ha favorecido y elaborado una nueva y casi perdida dimensión humanística para el arte de nuestro siglo: heredero de una estirpe neoplatónica, podemos definirlo como el último ( ¿el último?) miembro de la Escuela de Alejandría: pensador y poeta, sin que ambas facetas puedan desligarse, ya que su pensamiento po ético se cultiva "en los jardines de la meditación".

Y así, con Borges nos sucede como le ocurrió al tribuno romano cuando se despidió de su "compañero" Homero: "creo que no nos dijimos adiós". No hacía falta. A Borges tambi én lo volvemos a encontrar en cada vuelta del camino. Aunque hayamos querido olvidarlo.

 

  

© Borges Studies Online 14/04/01


How to cite this article:

Vicente Cervera Salinas. "Las horas y los siglos Borges"  Borges Studies Online. On line. J. L. Borges Center for Studies & Documentation. Internet: 14/04/01 (http://www.borges.pitt.edu/bsol/cerver.php)