University of Pittsburgh

Beatriz Sarlo
Borges: crítica  y teoría cultural

Borges plantea problemas que, a primera vista, no esperaríamos encontrar justamente en él, un escritor hiperculto en cuya obra muchas veces sólo se lee el paradigma de la literatura alta con sus procedimientos metacríticos de autorreflexión. Así, Borges estaría todo entero en las grandes cuestiones abiertas por relatos paradigmáticos como "Pierre Menard, autor del Quijote", donde se pueden encontrar muchos de los temas que persigue la crítica contemporánea: la teoría del intertexto, las nociones de enunciado y enunciación, la teoría de la lectura como escritura y de la escritura como lectura, la crítica a la idea de originalidad y de influencia.

A estos temas 'mayores' de la teoría crítica, Borges los abordó, sin embargo, desde una perspectiva que podría llamarse 'menor'. A lo largo de toda su vida, Borges se preocupó por escribir ensayos y críticas sobre textos 'menores'. En verdad, la inclinación por lo 'menor' es, en Borges, algo característico: como crítico hace ingresar a la literatura 'menor' en el canon de la literatura argentina y anticipa, tambi én por este camino, otros temas de la reflexión contemporánea. Al mismo tiempo, la teoría de lo 'menor' le permite una lectura original de lo popular literario y cultural.

 

Citas y detalles

Pero no se trata sólo de textos 'menores' sino de procesos de fragmentación y perspectivización que remiten a un uso 'menor' de las literaturas 'mayores'. Está, en primer lugar, el gusto borgeano por los detalles que se articula con una percepción extremadamente aguda del fragmento. En sus ensayos sobre escritores argentinos y extranjeros, Borges busca la cita, y sobre la cita arma su argumento. Tiene una idea de la literatura como conjunto de citas: la "antología a la que tiende toda literatura" (1975: 42).

Si se examinan los prólogos escritos por Borges (el libro que los re úne ofrece una especie de fichero privilegiado para seguir sus lecturas durante varias d écadas, 1975), aparece muy claramente la idea de que en el fragmento más pequeño se prueba la lectura y las marcas que la lectura deja: la eficacia del texto leído. A propósito de La cruzada de los niños de Marcel Schwob, Borges escribe: " ¿No observó acaso Gibbon que lo pat ético suele surgir de las circunstancias menudas?" (1975: 141). Así lo fragmentario, lo 'menor' y lo breve ofrecen una alternativa a las est éticas de totalización. Borges opone la sobriedad de Schwob para reconstruir las cruzadas a la "ansiosa arqueología" de Flaubert en Salammbo. Contra una literatura de la pretensión y de la extensión, opta por una literatura del understatement y de la intensidad fragmentaria.

La política de la cita le permite a Borges ejercer esa arbitrariedad de gusto que es una constante de sus lecturas críticas (Pastormerlo 1995a). Generalmente esquiva la presentación de una obra en sus t érminos más generales. Es posible que copie un poema entero (un soneto, por ejemplo) o varias decenas de versos gauchescos, pero se inclina más generalmente a captar de modo suscinto y de manera muchas veces arbitraria un argumento y luego a subrayar el impacto de fragmentos generalmente mínimos: dos versos de Shakespeare, un dístico de Quevedo, alguna estrofa de Almafuerte, tres versos de Lugones, o, sin privarse de la paráfrasis, el recuerdo de una sola imagen fragmentaria que resume, en un sentido metonímico, toda una obra:

"... una facultad que Bret Harte comparte con Chesterton y con Stevenson: la invención (y la en érgica fijación) de memorables rasgos visuales. Acaso el más extraño y feliz es éste que leí a los doce años y que me acompañará, bien lo s é, hasta el fin del camino: el blanco y negro naipe clavado por la firme navaja en el tronco del árbol monumental, sobre el cadáver de John Oakhurst, tahur" (1975: 83).

Borges intercala esos fragmentos acompañados por comentarios igualmente breves, confiando en la lectura como máquina que activará la cita en el contexto de su propio ensayo. Muchas veces, la cita, precedida de esos comentarios irrumpe sin mayor anuncio ni previsiblidad. Así en el prólogo a Macbeth (1975: 145), despu és de un párrafo donde se presenta la idea del arte como ficción en Shakespeare, y antes de otro sobre la ambición y la lucha por el poder, Borges introduce una observación sobre el ingl és germanizado y el ingl és latinizado que Shakespeare pone lado a lado en su obra y, naturalmente, cita dos versos que, por otra parte, no se vinculan con el argumento que ha estado presentando. La cita es tan certera en aquello que busca mostrar, que el lector acepta su irrupción sin escandalizarse por la dudosa oportunidad.

Pero, en verdad, frente a ese texto deberíamos interrogarnos precisamente sobre el "argumento crítico", ya que en su conjunto el prólogo está compuesto sobre una armazón de aforismos expandidos con pequeñas historias sobre Macbeth, sobre Shakespeare, sobre la recepción de Shakespeare en el romanticismo, sobre las brujas, sobre la intensidad pasional de la lengua en Shakespeare, etc. etc. El texto va y viene, toma distintas direcciones, presenta datos extraídos de viejas crónicas, discute de paso la recepción de la obra en los siglos que le siguieron, define a Shakespeare como el menos ingl és de los ingleses, opina sobre algunas críticas canónicas como la de Coleridge, finalmente, en las dos últimas líneas, rinde un tributo a "las ejemplares páginas que nos ha legado Groussac sobre el tema de Shakespeare". El desorden de este recorrido aforístico (Molloy 1994: 105-111) es una estrategia bien evidente: frente a la totalización que, desde hace siglos, la crítica realiza sobre Shakespeare, Borges elige algunos hilos sueltos, como si el texto necesitara ser lilberado de su sometimiento a una masa de lecturas previas. Justamente lo que se busca es liberarlo de ese peso arqueológico.

 

Biografías literarias

En muchos casos, Borges construye brevísimas biografías literarias. Por su brevedad, por la arbitrariedad de los hechos seleccionados que buscan el asombro y la rareza más que la prueba de alguna necesidad biográfica, estas biografías recuerdan el modelo de los relatos de Historia universal de la infamia. Muchas de estas biografías participan de un g énero que ya ha caído en desuso y para el cual Borges tiene un talento excepcional: el retrato. Todos recuerdan el magnífico de Macedonio Fernández (1975: 52). Tan intenso como éste, el de Santiago Dabove muestra de qu é modo formas de la paradoja perfectamente borgeanas aparecen como rasgos psicológico-literarios atribuidos al modelo. En verdad, este retrato es una especie de Aleph borgeano: la enumeración de los íconos suburbanos, objetos y espacios, la resignación fluída que es uno de los tonos del criollismo, la ironía que funciona como su contraparte discursiva, la paradoja que se ejerce humorísticamente sobre la literatura de la que Borges más se distancia, el realismo, la fundación literaria del suburbio, empresa en la que está comprometido desde los años veinte:

"Sobrellevaba sin fatiga los lentos días de semana en el pueblo; el cigarrillo armado con torpeza, el mate, la guitarra, eran formas de su ocio. Su casa era una de esas casas antiguas que se ahondan en patios y en cuyo fondo hay una claridad, que es la huerta. Una gran parra tamizaba las diversas luces del día y por esos patios y por esas altas habitaciones iría Santiago, adivinando y precisando sus sueños. Una vez nos dijo, sonriendo, que disponía de todos los materiales para la redacción de una gran novela, porque siempre había vivido en Morón; Mark Twain pensaba lo mismo del Mississippi, cuyas anchas y oscuras aguas había surcado tantos años como piloto, y quizás todas las variedades humanas est én representadas en cualquier lugar del planeta y quizá en cada hombre. En cuanto a la idea o prejuicio naturalista, de que los escritores deben viajar en busca de temas, Dabove lo juzgaba menos afín a la literatura que al periodismo" (1975: 50).

En la suma puntillista de estos rasgos 'menores', Borges estima que puede dibujarse una personalidad de escritor. El mismo Borges, como lo ha mostrado extensamente Daniel Balderston (1985), reconoce que Stevenson fue quien le mostró la potencia ficcional del detalle. Con detalles, precisamente, Borges construye las biografías literarias de Ascasubi y de Carriego. Esta última, extendida sobre varios capítulos de un libro singularmente extraño en su aparente azar, es, como lo señala Sylvia Molloy (1994), un pretexto de biografía que le permite a Borges trabajar, contaminando los hechos siempre conjeturales de una vida, con la materia de lo que será su propia literatura.

Mucho despu és de publicar Evaristo Carriego (1930), en 1963 Borges prologa una selección de poemas de Carriego precedidos de un prólogo. Allí, de nuevo, subraya lo que había señalado en la biografía antes citada de Dabove: una vida literaria se caracteriza por la intensa ausencia de movimiento. Cuando Borges escribe "las circunstancias de su vida pueden cifrarse en pocas palabras" (1975: 40), esta frase antecede a una enumeración de actos perfectamente típicos (que corresponden a tres escenarios igualmente típicos: periodismo, cenáculos literarios, bohemia). Esa tipicidad parecería inadecuada para presentar lo peculiar de una vida, porque nada distingue a Carriego de sus contemporáneos. Sin embargo, la brevedad de la enumeración, cuyos t érminos son previsibles, es enigmática y obliga a detenerse. Lo que parece discurrir en una superficie de acciones banales, al organizarse en serie de hechos elegidos, revela no una profundidad que estaría en otra parte sino un sentido que está allí, doblado, en la superficie misma:

"Así, hemos de insistir en que el sentido es un doblez (...) Sólo que el doblez no significa en absoluto una semejanza evanescente y desencarnada, una imagen vaciada de carne, como una sonrisa sin gato. Se define por la producción de superficies, su multiplicación y su consolidación. El doblez es la continuidad del derecho y del rev és, el arte de instaurar esta continuidad, de tal modo que el sentido en la superficie se distribuya en los dos lados a la vez" (Deleuze 1989: 138).

Borges enfoca lo general como particular, convierte lo com ún en significativo, a trav és de un armado que siempre le permite presentar una hipot ética (y muchas veces arbitraria) cualidad distintiva del autor o del texto. Las vicisitudes personales ausentes de la biografía literaria se compensan por el pasaje de lo general, que en cualquier otro contexto podría parecer perfectamente anodino, a lo individual. Borges nos induce a sospechar: por sospecha, lo banal del 'derecho' pasa, en continuidad, a un 'rev és' donde no se convierte en otra cosa, sino que se distribuye en nuevos sentidos a ambos lados de una línea de repetición.

En otros casos, son circunstancias cuya suma es absolutamente particular las que configuran la biografía literaria. Pero esta particularidad, incluso su rareza o excepcionalidad, están expuestas atenuadamente como si su excepcionalidad debiera ser limitada y disminuida para evitar la 'rareza' o el pathos. Sobre Wilkie Collins: "Fue abogado, opiómano, actor y amigo íntimo de Dickens, con el cual colaboró alguna vez". Sin duda, el conjunto de estos actos y atributos son aplicables sólo a Collins porque nadie sino él los reunió todos de ese modo preciso. Por eso, Borges opta por una estrategia de understatement: sólo los menciona, sin agregarles ning ún modificador, ning ún adjetivo, ninguna proposición que los extienda. Esos actos, en su seca enumeración, dibujan una trama mínima que tiene "el intrínseco rigor", la necesidad, que Borges le exige a la novela de peripecias (1975: 22). A diferencia de la novela psicológica (cuyo relato tiende a la p érdida de forma), escribe Borges en su c élebre prólogo a La invención de Morel, ninguna peripecia en la novela de aventuras puede ser inmotivada. La misma ley rige para la biografías literarias: la ausencia de psicología valoriza la acción o las cualidades del temperamento, que no son rasgos psicológicos sino máscaras de carácter en un sentido clásico. Por eso, unos cuantos hechos aparentemente azarozos parecen irrefutables en las biografías literarias de Borges, de las que escribió cientos (además de las que se citan en sus Prólogos), durante la segunda mitad de la d écada del treinta, cuando colaboraraba todas las semanas en la revista El Hogar (1986).

La brevedad de estos textos es una crítica, en estado práctico, al biografismo, extenso, macizo y confiado en la construcción referencial, de la época en que Borges los escribía. Pero, al mismo tiempo, presentan una idea que es tambi én de época: la 'vida' del escritor es ineludible en el momento de la presentación de los textos. No obstante, esa vida (cuando la escribe Borges) no explica los textos, ni éstos la iluminan particularmente. La vida es puesta como una superficie fragmentada en hechos no especialmente significativos o dramáticos, toques breves como puntos en los que se puede reconocer un diseño que, por otra parte, no está gobernado por una causalidad fuerte. Como las citas breves, tanto los actos de la vida como los de la literatura deben ser repuestos por la lectura en la línea de un 'doblez' que el texto no proporciona de manera completa: son puntos desde donde leer, nudos 'menores' del doblez.

Estos datos menores no suman para resultar en una estructura mayor. Por el contrario, señalan la significación de lo 'menor' y del fragmento. Como partes de una estrategia de lo 'menor', desvían la mirada de aquello que la institución literaria propone como especialmente significativo, u organizan lo significativo en una síntesis que, por su brevedad, puede ser leída como ironía sobre la pretensión de unidad de una vida. Se separan de una política de la literatura donde todo tiene que responder a todo, donde cada uno de los rasgos produciría en otra parte su efecto o su consecuencia. Esta articulación de lo 'menor' se niega a atribuir causalidades fuertes. Sólo establece continuidades metonímicas, que distribuyen el sentido 'del derecho y del rev és', sin que uno sea la verdad del otro.

Pero hay un acto menos azarozo y más irrefutable: el escritor escribiendo. Momento secreto, cuando el texto que va a ser todavía no es sino frágil condición de enunciación. Sobre las novelas ejemplares de Cervantes, Borges afirma:

"l(as) compuso para distraer con ficciones las primeras melancolías de su vejez; nosotros l(as) buscamos para vislumbrar en sus fábulas los rasgos del viejo Cervantes. No nos conmueven Mahamut o la Gitanilla; nos conmueve Cervantes, imaginándolos" (1975: 46).

Borges enfatiza acá no un texto sino la práctica enigmática que tiene como escena el imaginario de escritor. Coherentemente, subrayará siempre el momento en que se despierta el imaginario del lector en la lectura o en la escucha: es un momento de revelación directa, donde el efecto de la escritura se independiza milagrosamente de la 'calidad' literaria. Borges rememora un domingo en que, teniendo él más o menos doce años, Evaristo Carriego recitó en el patio de su casa "una tirada acaso interminable y ciertamente incomprensible de versos" de Almafuerte (un poeta popular entonces de quien el mismo Borges opina que "los defectos son evidentes y lindan en cualquier momento con la parodia"). Sin embargo, esos versos recitados por Carriego (el poeta 'menor' que Borges estudiará años despu és) act úan no sobre el intelecto sino sobre la relación po ética, esa posibilidad de captar el lenguaje en su desborde no comunicativo:

"De lo que estoy seguro es de la brusca revelación que esos versos me depararon. Hasta esa noche el lenguaje no había sido otra cosa para mí que un medio de comunicación, un mecanismo cotidiano de signos; los versos de Almafuerte que Evaristo Carriego nos recitó me revelaron que podía ser tambi én una m úsica, una pasión y un sueño" (1975: 11).

 

Lo menor

Emblemáticamente, el libro donde Borges recopila estos prólogos (1975) se inicia con el texto sobre Almafuerte (un poeta 'menor'), a quien Borges conoce por primera vez a trav és de Evaristo Carriego (otro poeta 'menor'). En 1962, Borges escribe una paradójica defensa de Almafuerte, sostenida en los temas humanos y la tensión ética de su poesía (rasgos que más bien no son los que habitualmente interesan a Borges crítico). El doblez de estas páginas tiene que ver con la noche reveladora, de 1910 ó 1912, en que Borges conoció los versos que, en 1962, ya casi todo el mundo había olvidado. En ellas se unen dos 'menores' para iniciar en la literatura a Borges.

Se trata de una escena fundacional, donde están dispuestos todos los elementos de la iniciación, pero, justamente, esos elementos son movidos por actores 'menores': Carriego recita a Almafuerte. La persistencia fundacional de la escena se muestra en la siguiente afirmación de Borges: con los años, dice, unos poetas fueron borrando de la memoria a los que gustaron antes, Whitman borra a Victor Hugo, Yeats a Liliencron; sin embargo, Almafuerte persiste. La vulgaridad de la forma, que Borges no perdona jamás en los escritores considerados 'mayores' y de allí el encono con que critica a Lugones en El tamaño de mi esperanza (1926), es aceptada en los 'menores'. La literatura 'menor' puede no ser convencionalmente virtuosa pero hay en ella momentos de felicidad, "una íntima virtud que se abre camino a trav és de una forma a veces vulgar" (1975: 11). Virtud: en el sentido latino de fuerza, vigor.

Una política de lo 'menor' se articula persistentemente en estos textos de Borges sobre escritores. No se trata solamente de que sean escritores 'menores', aunque muchos pueden efectivamente ser incluidos en esta categoría definida desde la perspectiva de los grandes g éneros. Se trata, sobre todo, del tono 'menor' con que escritores 'mayores' y 'menores' aparecen en los prólogos y las bibliográficas de Borges. En el prólogo al libro de los Prólogos, Borges caracteriza el tipo de texto que ha escrito y está presentando. Dice: "El prólogo, cuando son propicios los astros, no es una forma subalterna del brindis; es una especie lateral de la crítica".

Borges busca esta lateralidad en toda su obra, explorando entradas y recorridos no centrales tanto en el corpus de la literatura argentina como en las literaturas extranjeras. Porque quien verdaderamente es un 'menor', en el sentido en que Deleuze toma el t érmino, es Borges: él llega para disputar dentro de una lengua 'mayor', el español, con la escritura construida en una orilla de esa extensión ling üística. Y, con Deleuze, puede verse a la literatura de Borges como "la condición revolucionaria de toda literatura dentro del corazón de lo que se llama literatura grande (o establecida)" (Deleuze 1975: 113). Borges politiza el debate est ético en el Río de la Plata, no en sus contenidos ideológicos explícitos, sino en la definición de nuevas posiciones de escritura.

Para ello, releyó una literatura 'menor', la gauchesca, que había sido mitológicamente convertida en literatura 'mayor' en una operación, ocurrida en las dos primeras d écadas de este siglo, que la volvía literalmente muda. Borges disputa sobre la gauchesca con los 'mayores' de la literatura de entonces, Leopoldo Lugones y Ricardo Rojas. Entra así lateralmente al gran debate sobre la nacionalidad que recorría al campo cultural de la época (Sarlo 1993). Y tambi én abre una disputa po ética colocando a Evaristo Carriego y a Macedonio (un 'menor' y un fragmentario) como sus orígenes, descartando a Lugones (un 'mayor' y un totalizante) y desplazándolo del centro del sistema literario. Para ello, finalmente, se ocupa de los discursos 'menores': la oralidad, las extravagancias encontradas en memorialistas, viajeros e enciclopedias, la novela policial de intriga y el cine (cuya 'minoridad' era parte del sentido com ún en el primer tercio del siglo).

En esta política de la escritura y de la lectura crítica, Borges se comporta como un vanguardista (rearmando el sistema literario) y sus textos anticipan el lugar que lo 'menor' va a tener en la teoría de las d écadas siguientes. No hay en Borges una teoría de lo 'menor' como encontramos en Deleuze. Más bien hay la construcción de un lugar lateral desde donde sea posible la escritura en un país 'menor' y marginal como es la Argentina. En este movimiento, Borges encara un conflicto doble: cómo se escribe literatura, cómo se habla de literatura, por una parte; qu é son estas prácticas en una nación secundaria, colocada en las orillas de occidente. Borges diseña un lugar 'menor' en una lengua y una tradición literaria 'mayores': de ahí su carácter profundamente transgresor, que no deviene de sus ideas políticas, sociales o morales, sino de sus posiciones literarias.

La persistente variación sobre las convenciones de los g éneros 'mayores' y 'menores' es una propiedad del lugar 'menor' que define un modo de leer y de re-escribir. El juicio de Borges sobre Ricardo Guti érrez (un folletinista, como se verá enseguida) y sobre Jos é Hernández, se apoya en una valoración positiva del principio de contradicción de la norma y de las tradiciones que la sostienen. La obsesión con la refutación marca un rasgo central del pensamiento de Borges respecto de las convenciones, sea en la poesía tradicional o en la novela policial moderna:

" ¿Qu é aporte peculiar el de Guti érrez en el mito del gaucho? Acaso puedo contestar: refutarlo" (1986: 118).
 
"Hernández hizo acaso lo único que un hombre puede hacer con una tradición: la modificó" (1975: 97).
 
"Entiendo que el g énero policial, como todos los g éneros, vive de la continua y delicada infracción de sus leyes" (1986: 227).

Sólo a partir de esta infracción que está presente en la perspectiva borgeana sobre lo 'menor' puede abordarse el problema de lo marginal y lo popular en literatura, que es lo que se intentará enseguida.

 

Lo popular

Al decir 'literatura popular' señalamos un objeto que es en sí mismo altamente contencioso. A lo largo del siglo XX, ha recibido una atención persistente que, a menudo, se proyecta en debates del campo ideológico. Construcción intelectual caracterizada por la heterogeneidad, lo que habitualmente se denomina 'popular' es, como afirma Claude Grignon, un conjunto de textos y prácticas de diverso origen y estatuto:

"Podemos tambi én partir de la oposición entre los elementos de la cultura popular que se pueden considerar 'nativos' en la medida en que se apoyan sobre 'tradiciones de clase' y reenvían al funcionamiento interno de grupos relativamente cerrados, como la familia y el pueblo, por una parte, y por la otra, los consumos y gustos importados puestos recientemente al alcance de las clase populares gracias al desarrollo de la producción y de la distribución de masas. Del lado de las tradiciones populares, encontramos la herencia de la cultura campesina y de las culturas regionales (...) A esta herencia se vinculan, de modo más general, no sólo los rasgos de cultura 'folklóricos' -acentos, supervivencias de modismos y costumbres locales- sino tambi én hábitos actuales que se manifiestan tanto en posiciones deliberadas (...) como en rutinas inconscientes que regulan la vida cotidiana (...). Del lado de los gustos importados encontraremos en primer lugar todo lo que tiene que ver con la difusión del automóvil, de la televisión (y, para los jóvenes, la radio y el disco) (...) Guard émonos de reintroducir, a trav és del sesgo introducido por la oposición entre rasgos nativos y rasgos exógenos, la oposición ingenua entre 'aut éntico' y 'artificial' que obsesiona tanto a las restauraciones animadas por el 'espíritu de anticuario' como a las reconstituciones simplificadoras de tendencias que ponen directamente en relación la supuesta liquidación del gusto popular y el desarrollo de la 'distribución de masas'." (Grignon y Passeron, p.34-5.)

La extensa cita presenta bien la duplicidad del espacio, ya que la denominacion 'popular' cubre, por una parte, prácticas simbólicas independientes o relativamente independientes de la cultura de las elites, prácticas que tienen mucho de tradicional y de campesino aun en el contexto de urbanizaciones incipientes; y, por la otra, prácticas que provienen de otros espacios socioculturales, de las industrias del entretenimiento, del periodismo, de la novela popular escrita por intelectuales letrados.

Cuando Borges regresa a Buenos Aires, a comienzos de la d écada de 1920, el mundo popular atravesaba una transformación aceleradísima, definida por el curso de la urbanización y los procesos de alfabetización. La cultura popular ya era el compuesto heterog éneo al que se refiere Grignon. El debate sobre la identidad, en este proceso al cual se incorporaban centenares de miles de inmigrantes, tenía ya varios capítulos. Uno fundamental, sin duda, había sido la discusión sobre la poesía gauchesca, en la cual Borges va a tener una intervención decisiva corrigiendo las razones de la canonización del Martín Fierro como gran poema nacional. Borges escribió a lo largo de toda su vida sobre este poema: prólogos, paráfrasis que secreta o abiertamente aparecen en sus ficciones, textos brevísimos y un libro tambi én breve. Son intervenciones fuertemente ideológicas que, de manera lateral (cualidad borgeana por excelencia) participan en el debate de los letrados sobre una poesía escrita tambi én por letrados pero trabajada con materiales ling üísticos y con un imaginario popular campesino. Pero tan fuertes ideológicamente como las notas sobre Martín Fierro son su recopilación de las "inscripciones de carro" (1931: 175) y sus ensayos sobre Ascasubi, Hidalgo, del Campo y la poesía gauchesca.

Borges, escritor hiperliterario, se comunica de manera sorprendente con el debate sobre la naturaleza y el origen de una literatura que hundía sus raíces en el mundo popular campesino o suburbano. Esta intervención de Borges no puede ser pensada al margen del largo debate que, en el siglo XX, realizan los intelectuales sobre la posición de la cultura letrada frente a las culturas orales y el proceso de contaminación de las producciones destinadas a p úblicos populares por la intervención de las elites intelectuales primero y de la industria cultural despu és.

Borges está siempre muy lejos del "espíritu de anticuario" al que se refiere más arriba Grignon: sus escritos sobre lo 'popular' no tienen nada de reconstrucción arqueológica de un mundo, por otra parte, difícilmente aferrable salvo desde una perspectiva documental histórica que Borges no adopta jamás. Por el contrario, Borges lee los textos 'populares' o de circulación popular en t érminos del debate presente que atraviesa el campo de los letrados. Son intervenciones ideológico-est éticas que forman parte de una problemática cuyo despliegue no es solamente argentino. En t érminos generales, este debate responde a varias cuestiones: en primer lugar, a la perspectiva de los letrados frente al mundo popular, tema que la democracia de masas pone al rojo vivo, en la medida en que la separación nítida entre elites y masas plebeyas comienza a ser impugnada desde el lado político por la universalización del voto, y desde el lado cultural por la industria de los medios masivos primero escritos y luego (en la Argentina a partir de 1930) de comunicación a distancia. Estas transformaciones políticas y tecnológicas ponen en cuestión el lugar de los intelectuales y potencian la pregunta por eso otro, amenazador, peligroso o portador de esencias positivamente juzgadas, que es el pueblo.

Borges entra lateralmente en este debate, que en la Argentina se había acentuado por la presencia de una masa extranjera de origen inmigratorio que modificaba en profundidad el perfil demográfico y cultural. Este debate tambi én se desarrolla por el crecimiento sostenido de las industrias del entretenimiento que incorporan a centenares de miles al disfrute simbólico de productos masivos no diseñados por los mismos sectores populares que los consumen sino por un nuevo tipo de intelectuales, periodistas, escritores de la industria editorial, directores y productores de cine, etc. En las tres primeras d écadas de este siglo, la industria cultural se convierte en una usina poderosísima del imaginario colectivo. Los intelectuales de las elites letradas no permanecen indiferentes ni al margen de estas transformaciones. Por un lado, se incorporan como productores a los medios de comunicacíon masivos (este es tambi én el caso de Borges que colabora en el diario de mayor tirada de la Argentina, Crítica, donde publica los relatos de Historia Universal de la Infamia y decenas de pequeñas notas). Por el otro, comienzan a reconsiderar la posición de la literatura 'alta' en el marco de un mundo simbólico cada vez más estratificado.

Si es cierto que Borges parece siempre extrañamente aislado de las grandes olas teóricas de este siglo (psicoanálisis, marxismo, existencialismo, fenomenología, Pastormerlo 1975b) no es menos verdadero que es sensible a problemas que emergen de la coyuntura ideológica y que afectan al imaginario colectivo. Las democracias de masas, el carácter plebeyo de las sociedades que se modifican en la primera posguerra, el conflicto entre elites tradicionales e intelectuales de nuevo tipo es el marco de sus intervenciones aparentemente sólo literarias. Lo que Borges opina de la gauchesca, del Martín Fierro, del tango, de los refranes populares, de la oralidad criolla y sus inflexiones, de la novela popular rioplatense en el siglo XIX, tiene gran originalidad argumentativa pero, tambi én, puede ser reconducido al teatro más amplio del debate en curso. Sus intervenciones sobre la gauchesca en la d écada del 20 hacen un neto corte pol émico respecto del discurso intelectual nacionalista y esencialista. Esta posición Borges va a subrayarla en las d écadas que siguen, desconfiando irónicamente de un discurso 'mayor' sobre la fundación gauchesca de la cultura argentina. Sus operaciones van siempre en el sentido de una fundación alternativa y 'menor'.

El tema es persistente y Borges, incluso en textos de sus últimos años, sigue las peripecias de la fundación literaria y cultural del mito gaucho. Casi podría decirse, a la manera de Hobsbawm, subraya el carácter de operación en el imaginario que define a las tradiciones:

" 'Invented tradition' is taken to mean a set of practices, normally governed by overtly or tacitly accepted rules and of a ritual or symbolic nature, which seek to inculcate certain values and norms of behaviour by repetition, which automatically implies continuity with the past" (1983: 1).

Hobsbawm señala que las tradiciones inventadas (es decir, todas las tradiciones, que en eso se diferencian de las costumbres) cumplen tres tipos de función: cohesionan el sentido de comunidad; establecen o legitiman instituciones y relaciones de jerarquía o de autoridad; socializan en el marco de una cultura, inculcando creeencias, sistemas de valores y convenciones prácticas (1983: 9). Borges no tiene ninguna duda sobre este carácter artificioso de la operación cultural por la que un mito, un relato, un tipo se inscribe en el imaginario social. En este sentido, su perspectiva es perfectamente antiesencialista y difiere de la naturalización del mito gaucho, tal como de alg ún modo había sido propuesta en el debate cultural de las primeras dos d écadas del siglo. Borges afirma siempre el carácter deliberado y conciente de la operación cultural, colocándose de este modo, en una perspectiva convencionalista: no hay verdad hacia donde retroceder, sino construcciones imaginarias que desde el presente pretenden sustentar una lectura del pasado.

En el prólogo a una selección de textos sobre El matrero (1975: 112), Borges presenta una serie organizada de argumentos sobre la invención cultural del gaucho malo. Es interesante seguir con alg ún detalle la argumentación. En primer lugar, Borges procede a identificar (como lo había hecho Martínez Estrada en un sentido opuesto) dos líneas posibles de la construcción cultural argentina: nuestra historia hubiera sido diferente, afirma, si el gran texto nacional hubera sido el Facundo de Sarmiento en lugar del Martín Fierro de Jos é Hernández. Al haber canonizado el texto de Hernández como mito de la nacionalidad, la figura del gaucho malo, del matrero, y de su prolongación urbana, el cuchillero, pasa a ser paradigma de identidad. Borges pone en duda la adecuación de esta figura a la realidad histórica del siglo XIX, construyendo una paradoja que demuestra precisamente el artificio cultural:

"Hay distraídos que repiten que el Martín Fierro es la cifra de nuestra complejísima historia. Aceptemos, durante unos renglones, que todos los gauchos fueron soldados; aceptemos tambi én, con pareja extravagancia o docilidad, que todos ellos, como el protagonista de la epopeya, fueron desertores, prófugos y matreros y finalmente se pasaron a los salvajes. En tal caso, no hubiera habido conquista del desierto; las lanzas de Pinc én o de Coliqueo habrían asolado nuestras ciudades y, entre otras cosas, a Jos é Hernández le hubieran faltado tipógrafos. Tambi én careceríamos de escultores para monumentos al gaucho" (1975: 113).

La historia trabaja con la invención, contin úa Borges, y las figuras que propone como reconstrucciones del pasado son, en un aspecto, necesarias: la mansa cotidineidad no proporciona sustento adecuado al imaginario, por eso "la historia de los tiempos que fueron está hecha de arquetipos" (1975: 114). Borges señala el contradictorio mecanismo por el cual una identidad nacional (que se supone inspiradora de valores positivos) está fundada sobre tipos sociales vinculados con la insubordinación y la delincuencia, que los letrados purifican en sus nuevas lecturas del pasado. Pone de manifiesto la operación ideológica por la cual la gauchesca ingresó al canon, en el siglo XX, despu és de que los gauchos desaparecieran como población campesina, en el último tercio del XIX. Esto fue celebrado explícitamente por Lugones en El payador (1916). Borges despliega otro aspecto de la cuestión al debatir si la figura del gaucho malo es generalizable como representación del habitante de la campaña en el siglo XIX. Discute entonces con dos argumentos: por un lado, que el gaucho malo es un paradigma no referencial sino mítico; en segundo lugar, que la canonización de los textos que lo "glorifican" es una operación posterior a su desaparición incluso como marginal social. Lo que queda claro, en todos los casos, es el señalamiento de las distintas estrategias de construcción cultural.

Examinar é, para terminar estas hipótesis sobre Borges y la voz 'menor' de la literatura argentina, un artículo de 1937 publicado en la revista semanal El Hogar: "Eduardo Guti érrez, escritor realista". Borges comienza por la exposición de una paradoja:

"Descartada la guerra con España, cabe afirmar que las dos tareas capitales de Buenos Aires fueron la guerra sin cuartel con el gaucho y la apoteosis literaria del gaucho" (1986: 116).

La paradoja es la que tambi én señala Michel de Certeau, cuando vincula el estudio de las literaturas populares con el comienzo de la censura sobre esas mismas producciones. Aunque el caso rioplatense parece más sangriento, el movimiento de incorporación como objeto a la cultura, acompañado de otro de represión material y simbólica, es equiparable:

"The studies devoted to this form of literature were made possible by the act of removing it from the people's reach and reserving it for the use of scholars and amateurs (...) What had been subjugated could now be made an 'object' of science" (1986: 199-20).

Si Borges carece por completo de la perspectiva fuertemente impugnadora que caracteriza a Michel de Certeau, no es menos cierto que, como de Certeau, registra que la condición de lectura 'culta' y de constitución de un anclaje imaginario pasa por la desaparición o la represión real de los sujetos implicados. Tambi én queda claro que, ya en 1937, Borges piensa que las operaciones realizadas con la literatura de gauchos tienen que ver con fundaciones míticas de la identidad. Guti érrrez, folletinista del gaucho malo cuyo éxito fue resonante en el último tercio del siglo XIX, y Hernández, autor del poema nacional canonizado en el Centenario, comparten un mismo suelo cultural, a partir del que realizan elecciones en ese fondo com ún popular. Pero lo que distingue a Guti érrez de Hernández es que Guti érrez es un verdadero 'menor', mientras que Hernández deviene canónico. Guti érrez sigue siendo un escritor popular marginal vinculado a los comienzos de la industria editorial-periodística de masas; quedó encerrado en el horizonte de su p úblico popular, y por eso su proceso de canonización es imposible. Sólo Borges, sensible como nadie a la voz 'menor' de un verdadero marginal, captura en una de sus novelas el destello de la verdad:

"Eduardo Guti érrez, autor de folletines lacrimosos y ensangrentados, dedicó buena parte de sus años a novelar el gaucho seg ún las exigencias románticas de los compadritos porteños. Un día, fatigado de esas ficciones, compuso un libro real, el Hormiga Negra. Es desde luego, una obra ingrata. Su prosa es de una incomparable trivialidad. La salva un solo hecho, un hecho que la inmortalidad suele preferir: se parece a la vida" (1986: 119).

Lo que diferencia este folletín de Guti érrez del resto de su obra, y tambi én de toda la literatura sobre gauchos es la exclusión del sentimentalismo (que afecta incluso al Don Segundo Sombra de G üiraldes). Borges, con su gusto por la lectura fragmentaria señala como prueba un episodio que, además tiene la caracterítica singular de anunciar la forma siguiente de la diversión de masas, el cine. Se trata de una escena de duelo entre dos gauchos, escena silenciosa, en la que ambos van acorralándose y empujándose a lo largo de una cuadra, hasta el desenlace. " ¿No es memorable esa invención de una pelea caminada y callada? ¿No parece imaginada para el cinematógrafo?", se pregunta Borges. Uniendo en la misma perspectiva crítica la originalidad de la escena dentro de la tradición gauchesca y su capacidad formal de evocar el futuro de las artes populares, Borges fragmenta el corpus total, inmenso, de la obra de Guti érrez, para argumentar a partir del fragmento.

Es un modo de leer. Tambi én lee cortando el Martín Fierro, llenando los silencios del poema de Hernández con sus propias ficciones. Uso y reciclaje de lo popular en una est ética hiperculta, Borges diseña una trayectoria que permite pensarlo en el marco de los debates ideológicos y teóricos de los últimos cincuenta años. Lejos de permanecer al margen de ellos, los encara con ese aire irónico, desconcertante, ladino que marca su literatura.

 

Bibliografía

1. Obras

Jorge Luis Borges 1931, "S éneca en las orillas", Sur (Buenos Aires) n úmero 1, verano de 1931.

Jorge Luis Borges 1975, Prólogos con un prólogo de prólogos, Buenos Aires, Torres Ag üero Editor.

Jorge Luis Borges 1986, Textos cautivos; Ensayos y reseñas en "El Hogar" (1936-1939). Edición a cargo de Enrique Sacerio-Garí y Emir Rodríguez Monegal. Barcelona, Tusquets Editores.

 

2. Crítica

Daniel Balderston, El precursor velado: R.L.Stevenson en la obra de Borges, Buenos Aires, Sudamericana.

Michel de Certeau 1986, "The Beauty of the Dead: Nisard" (en colaboración con Dominique Julia y Jacques Revel), en Heterologies; Discourse on the Other, Minneapolis, University of Minnesota Press.

Gilles Deleuze 1975, Kafka: Pour une litt érature mineure, París, Minuit.

Gilles Deleuze 1989, Lógica del sentido, Barcelona, Paidós.

Claude Grignon 1991 (y Jean-Claude Passeron), Lo culto y lo popular; Miserabilismo y populismo en sociología y en literatura, Buenos Aires, Nueva Visión.

Eric Hobsbawm 1983 (y Terence Ranger), The Invention of Tradition, Cambridge, Cambridge University Press.

Sylvia Molloy 1994, Signs of Borges, Durham y Londres, Duke University Press.

Sergio Pastormerlo 1995a, "Una crítica del gusto", Universidad de La Plata, Facultad de Humanidades, mimeo.

Sergio Pastormerlo 1995b, "Borges como crítico literario", Universidad de La Plata, Facultad de Humanidades, mimeo.

Beatriz Sarlo 1993, Borges A Writer at the Edge, Londres, Verso.

 


Ponencia presentada en el coloquio sobre Borges, Universidad de Leipzig, marzo de 1996.


 

© Borges Studies Online 14/04/01
© Beatriz Sarlo


How to cite this article:

Beatriz Sarlo. "Borges, Crítica y teoría cultural".  Borges Studies Online. On line. J. L. Borges Center for Studies & Documentation. Internet: 14/04/01 (http://www.borges.pitt.edu/bsol/bsctc.htm)