University of Pittsburgh

Sergio Pastormerlo
Borges y la traducción  

 

La crítica y la teoría literaria han recurrido frecuentemente a la crítica de Borges para extraer intuiciones y citas elegantes sobre la lectura, la intertextualidad, la narrativa, la relación entre lenguaje y pensamiento, etc. Y sin embargo, no existe en Borges una teoría de la recepción, ni una teoría de la intertextualidad, ni una teoría de la narrativa, ni una filosofía del lenguaje. Sucede con la traducción lo que sucede con esas otras cuestiones visitadas por Borges: si bien es posible buscar y hallar en sus textos críticos (ensayos, reseñas, prólogos, entrevistas, ficciones críticas) observaciones luminosas sobre la traducción, estas observaciones sueltas ignoran la sistematicidad –aunque no la coherencia–, y en este sentido, tampoco existe una teoría de la traducción borgiana. Borges dudaba de la posibilidad o al menos de la utilidad práctica de esa teoría: las preguntas que supuestamente debía formular y responder una teoría general de la traducción le parecían tan abstractas e inexistentes como los arquetipos platónicos. Los problemas de la traducción eran problemas prácticos que sólo debían ser planteados frente a textos concretos: un párrafo, una frase, un verso. En una entrevista de la d écada del 80 afirmaba: "Esos problemas generales no existen. El problema de la traducción... el único problema es traducir una oración particular. Deberíamos tomar un verso o un párrafo y ver cómo se lo puede traducir. Porque no hay ning ún problema en cuanto al modo en que los hombres deberían traducir, pero está el problema en cuanto a esta línea o aquella, este párrafo o aquel. El resto, diría yo, carece de sentido. No creo que sea necesaria una teoría general de la traducción. Por supuesto, una teoría general de la traducción puede ser divertida, ¿y por qu é no divertirse con ella? Pero cuando hay que traducir algo hay que encarar un problema muy real". En realidad, Borges opta precisamente por la dirección contraria a la que elegiría un teórico de la traducción: en lugar de usar ciertas reflexiones sobre la literatura para construir una teoría de la traducción, toma como punto de partida las traducciones para elaborar ciertas reflexiones sobre la literatura: la figura del autor, la lectura, las creencias y las valoraciones literarias.

 

El primer texto crítico borgiano dedicado a la traducción es un temprano y poco conocido artículo publicado en 1926 bajo el título "Las dos maneras de traducir". Borges no lo incluyó en los libros de ensayos prohibidos de la d écada del 20, pero este primer artículo anticipa prácticamente todo lo que tenía para decir sobre el tema de las traducciones. Ante ese título, "Las dos maneras de traducir", el lector bien puede temer lo peor. ¿Borges presentará una vez más la transitada distinción entre dos modos de traducir para finalmente enredarse en la discusión infinita sobre las virtudes de las traducciones más o menos literales y las ventajas de las traducciones más o menos libres? Temores infundados: Borges retoma, es cierto, la distinción habitual entre dos maneras de traducir, pero solamente con el fin de ubicarla en el marco de una oposición más general: a cada una de esas maneras de traducir le corresponde una ideología de la literatura, una manera de creer en la literatura: clásica o romántica. En lugar de intervenir en la discusión eterna, Borges se pregunta qu é hay detrás de esa discusión.

La oposición entre estas dos ideologías literarias es una constante en la crítica borgiana. A la ideología clásica de la literatura le importan menos los escritores que los textos; para esta concepción, que desdeña los localismos, las rarezas, los énfasis personales, el traductor no está obligado a retener todas las irregularidades del texto original, ya que estas irregularidades (características, irreemplazables, preciosas, para una ideología romántica) importan poco o nada desde la perspectiva impersonal de una ideología clásica. Para esta ideología, la literatura es anónima y es de todos, los textos originales son borradores que admiten siempre una corrección, y los traductores son quienes tienen la oportunidad de llevarla a cabo sin rendir homenaje a las manías o a las distracciones del escritor anterior.

Para la ideología romántica, en cambio, la individualidad de los autores importa más que los textos, y el traductor es un mal necesario que se interpone entre el tesoro del texto original y la ignorancia del lector. "Los románticos", escribe Borges, "no solicitan jamás la obra de arte, solicitan el hombre. Y el hombre (ya se sabe) no es intemporal ni arquetípico, es Diego Fulano, no Juan Mengano, es poseedor de un clima, de un cuerpo, de una ascendencia, de un hacer algo, de un no hacer nada, de un presente, de un pasado, de un porvenir y hasta de una muerte que es suya. ¡Cuidado con torcerle una sola palabra de las que dejó escritas!". Los románticos, no es necesario decirlo, somos nosotros; desde hace unos dos siglos, diría Borges, nadie se declara romántico porque no hay quien sea otra cosa.

No faltan argumentos para sostener que Borges adhirió a esta utópica ideología clásica de la literatura. En alg ún momento de su juventud propuso a sus amigos, sin ning ún éxito, la publicación de una revista literaria en la que las colaboraciones no llevaran firma. En varias de sus ficciones aparecen personajes escritores que repiten textos ajenos (Pierre Menard) o regalan modestamente sus propios argumentos (Herbert Quain). Borges mismo llevó a la práctica estas despreocupadas infracciones contra la propiedad intelectual en las reescrituras que integran Historia universal de la infamia. En un ensayo de 1922, "La nadería de la personalidad", intentó disolver la noción de identidad personal con argumentos extraídos del idealismo, para aplicar luego a la literatura las consecuencias de esa refutación filosófica. Fuera de un breve período durante la segunda mitad de la d écada del 20, siempre pareció sentir la tentación o la nostalgia de esa utopía clásica: buscó lugares de la literatura en los que la figura del autor de deshacía, como en la traducción de Edward Fitzgerald de las Rubaiyat de Omar Khayam; coleccionó fragmentos de literatura anónima, sin pretensiones de literatura ni de autoría: coplas criollas, inscripciones de carros, versos de truco, relatos orales de duelos a cuchillo; imaginó la evolución literaria como un proceso monótono en el que un patrimonio com ún (las mismas metáforas, los mismos temas, los mismos argumentos) se repetía incesantemente bajo la apariencia de una variedad ilusoria; citó, al parecer complacientemente, la idea de Paul Val éry sobre una Historia de la literatura en la que no se mencionara un solo escritor.

Esta ideología clásica se refleja a ún más nítidamente en algunas de sus posiciones con respecto a la traducción. Borges se burla, siempre que puede, de "la superstición de la normal inferioridad de las traducciones". En sus dos mayores ensayos sobre la traducción, "Las versiones hom éricas" y "Los traductores de las 1001 noches", termina inclinándose por las versiones menos obedientes. En el primero de ellos escribió una frase en la que se condensa esta ideología clásica de la literatura y que luego sería interminablemente citada: "Presuponer que toda recombinación de elementos es obligatoriamente inferior a su original, es presuponer que el borrador 9 es obligatoriamente inferior al borrador H –ya que no puede haber sino borradores. El concepto de texto definitivo no corresponde sino a la religión o al cansancio".

Hace unos diez o quince años la crítica sobre Borges solía repetir que en su literatura se borraba la categoría de autor. Pero si los ejemplos anteriores parecen confirmar esta opinión es porque han sido seleccionados. En realidad, Borges afirma la figura del autor allí donde esta figura es firme, y la borra donde es borrosa. (Este sentido com ún tiene su originalidad, ya que lo habitual es cuestionar la noción de autor donde es menos cuestionable, en la literatura, y defenderla donde es menos defendible, en el cine). Las ideas sobre la traducción que propone en "Las versiones hom éricas" o en "Los traductores de las 1001 noches" deben ser leídas con algunas precauciones. El hecho de que haya escrito sus dos mejores ensayos acerca de la traducción sobre textos cuyo idioma ignoraba plenamente es un ejemplo extraordinario de la familiaridad irreverente con que Borges se movía por la literatura, pero explica tambi én por qu é en esos dos casos la fidelidad al texto original no lo preocupaba en absoluto. Por otra parte, si en estos dos ensayos concibe los textos originales como borradores perdidos y anónimos es porque tanto la Odisea como Las mil y una noches efectivamente lo son. Borges plantea allí la posibilidad de una ideología clásica de la literatura porque esas obras fueron de hecho producidas bajo el r égimen de esa ideología. Cuando los textos a traducir son contemporáneos y pertenecen, en su versión original, a la biblioteca borgiana, Borges es menos amable. En su reseña a la traducción de Whitman realizada por León Felipe, por ejemplo, ya no denuncia "la superstición de la normal inferioridad de las traducciones" sino la superstición inversa: "Otra vez enumerar é las supersticiones de la literatura; básteme, ahora, enunciar ésta: De todas las versiones de un libro la más reciente es la mejor". Y en el prólogo a su propia traducción de Whitman, treinta años más tarde, escribe: "El idioma de Whitman es un idioma contemporáneo; centenares de años pasarán antes que sea una lengua muerta. Entonces podremos traducirlo y recrearlo con plena libertad, como Jáuregui lo hizo con la Farsalia, o Chapman, Pope y Lawrence con la Odisea". Borges era un coleccionista y un denunciante de supersticiones literarias, es decir, de creencias y valoraciones recibidas que se caracterizan por prescindir de la observación directa, pero al mismo tiempo las compartía. Era capaz de observar con extrañeza las reglas del juego de la literatura y, simultáneamente, de apostar toda su credulidad y su pasión en ese juego. Podía escribir, por ejemplo: "Ya no s é si el informe: En un lugar de la Mancha, de cuyo nombre no quiero acordarme, no ha mucho tiempo que vivía un hidalgo de los de lanza en astillero, adarga antigua, rocín flaco y galgo corredor, es bueno para una divinidad imparcial; s é únicamente que toda modificación es sacrílega y que no puedo concebir otra iniciación del Quijote. Cervantes, creo, prescindió de esa leve superstición, y tal vez no hubiera identificado ese párrafo".

Lo que importa, en cualquier caso, es que desde sus primeros textos Borges comprende que el g énero de las traducciones no ocupa un lugar lateral en la historia literaria; comprende, tambi én, que muchos aspectos de la literatura se dejan pensar mejor en el espacio de las traducciones que en otras zonas literarias. Aunque siempre citó favorablemente "la hermosa discusión Newman–Arnold sobre las dos maneras generales de traducir" y a pesar de que su primer ensayo sobre la traducción lleva precisamente ese título, Borges advierte la inutilidad y la superficialidad de esa siempre renovable pol émica y le encuentra rápidamente su lugar en el campo de las creencias literarias: "Universalmente, supongo que hay dos clases de traducciones. Una practica la literalidad, la otra la perífrasis. La primera corresponde a las mentalidades románticas, la segunda a las clásicas". La sacralización romántica del escritor y su obra se revela justamente allí donde el autor corre el riesgo de que otra voz ocupe el lugar de su propia voz. Las creencias y valoraciones que circulan por el campo literario relativas al traductor y a la traducción sirven para medir otras creencias y valoraciones, las que se refieren a sus correlatos: las nociones de autor y de texto original. El adagio italiano traduttore traditori, por ejemplo, habla menos de nuestras opiniones sobre los traductores que de los artículos de fe que componen nuestra ideología literaria: la individualidad del escritor, la singularidad irreductible de los textos, la sagrada originalidad, etc.

 

Otra de las razones por las que la crítica borgiana presta atención a las traducciones es que en ellas se exponen, de un modo menos incierto, los problemas t écnicos de la escritura. En el juego de la literatura, las discusiones sobre el valor, sobre la competencia del escritor y sobre el funcionamiento de los textos, están obstruidas por la indefinición misma del juego; las traducciones tienden a definir, siquiera mínimamente, esa indefinición. Borges formula explícitamente estos argumentos en el primer párrafo de "Las versiones hom éricas". Escribe: "Ning ún problema tan consustancial con las letras y con su modesto misterio como el que propone una traducción. Un olvido animado por la vanidad, el temor de confesar procesos mentales que adivinamos peligrosamente comunes, el conato de mantener intacta y central una reserva incalculable de sombra, velan las tales escrituras directas. La traducción, en cambio, parece destinada a ilustrar la discusión est ética. El modelo propuesto a su imitación es un texto visible, no un laberinto inestimable de proyectos pret éritos o la acatada tentación momentánea de una facilidad". El juego de la traducción, en el que se aten úan los misterios y las libertades, no es un juego inescrutable como el de las escrituras directas; el arte de traductor se acerca, para emplear una imagen nietzscheana, al arte expuesto del equilibrista: o bien cae, o bien se tiene en pie. Para un escritor y un crítico atento, como Borges, a las min úsculas vicisitudes de la sintaxis y a los posibles efectos que laten en toda escritura, las traducciones constituían un g énero ideal: exhibían lo que Borges buscaba. Estas razones pueden servir para explicar por qu é a principios de la d écada del 30, cuando la poesía ya había quedado atrás y se introducía lentamente en la narrativa, Borges escribió esos dos largos ensayos sobre las traducciones de la Odisea y Las mil y una noches.

 

La tarea del crítico, se ha dicho, consiste básicamente en escribir lecturas. Y en última instancia su deseo (tambi én se ha dicho) es el plagio: no comentar sino reescribir, no hablar del texto sino en el texto. Si se combinan estas dos afirmaciones, por supuesto discutibles, el crítico deja de ser una especie de traductor libre para convertirse en un traductor reprimido, obligado a racionar el placer de las citas y a prohibirse el desenfreno de confundir su voz con la voz deseada. Inversamente, el traductor es el crítico feliz que verdaderamente escribe su lectura: escribe lo que lee como lo lee.

Estas relaciones (traducción, crítica, lectura) no fueron desatendidas por Borges. En efecto, muchas de las reflexiones que la crítica borgiana desarrolla sobre el problema de la lectura proceden de sus observaciones sobre la traducción. "Pierre Menard, autor del Quijote", considerado uno de sus textos centrales sobre la lectura, puede servir de ejemplo.

En "Las dos maneras de traducir" Borges señalaba que las barreras idiomáticas no eran indispensables para las traducciones y proponía, para los dos primeros versos del Martín Fierro, esta traducción traidora y sin embargo casi literal: "En el mismo lugar en que me encuentro, estoy empezando a cantar con la guitarra". Unos años más tarde, en "Las versiones hom éricas" insistía sobre este punto: para obtener las variaciones que sufre un texto a trav és de sus traducciones, afirmaba, "no hay necesidad esencial de cambiar de idioma". En "Pierre Menard" Borges desarrolla bajo la forma de ficción una idea que ya se insinuaba, al pasar, en estos ensayos de 1926 y 1932. No es casual que en la "obra visible" de Menard abunden las traducciones: una traducción del Libro de la invención liberal y arte del juego del axedrez de Ruy López de Segura; una traducción manuscrita de la Aguja de navegar cultos de Quevedo, intitulada La boussole des pr écieux; una transcripción en alejandrinos del Cimeti ère marin de Paul Val éry. Se le atribuye tambi én "una versión literal de la versión literal que hizo Quevedo de la Introduction à la vie d évote de San Francisco de Sales". Estos antecedentes se acercan progresivamente a su "obra secreta" y la anuncian. Pierre Menard, cuya versión del Quijote coincide palabra por palabra y línea por línea con la de Cervantes, es una representación irónica del traductor ideal. Borges plantea un experimento límite sobre la traducción que al mismo tiempo traza los límites de toda traducción: comparar los textos id énticos y diferentes de Cervantes y Menard es comprobar la imperfección inevitable de una traducción perfecta, el irreductible margen de infidelidad a la que debe resignarse la más fiel de las traducciones del Quijote.

Quizá se podría decir, indistintamente, que Menard es traductor, lector, escritor o crítico del Quijote, en el sentido de que el relato permite pensar, a la vez, todas esas operaciones. Por ejemplo, muchos años despu és de la publicación de este cuento, Borges y Bioy Casares pudieron incluir en las Crónicas de Bustos Domecq una nueva versión en la que Menard reaparecía, casi sin cambios, bajo la figura del crítico Hilario Lambkin, cuyos estudios críticos eran r éplicas exactas de los textos criticados. De todos modos, si hay una práctica literaria sobre la que está basada fundamentalmente la historia de "Pierre Menard", esa práctica es la traducción. En sus "Autobiographical Notes", Borges confesó una an écdota que se haría famosa: su primera lectura del Quijote, como todas sus primeras lecturas, fue en ingl és; cuando más tarde lo leyó en el idioma original, tuvo la impresión de estar leyendo una mala traducción. En esta an écdota sobre traducciones y atribuciones erróneas ya aparece cifrada la an écdota de "Pierre Menard". Si "Pierre Menard, autor del Quijote" era el título más paradójico que podía llevar el relato, y por lo tanto, el mejor título, "Pierre Menard, traductor del Quijote" era el peor título, es decir, el más obvio. Hasta el humor de "Pierre Menard" parece pertenecer a la clase de humor que auspicia el g énero de las traducciones; basta pensar en las ironías que descarga Borges contra la institución cinematográfica del doblaje, en la diversión perversa que proporcionan las traducciones p ésimas, en las confesiones del traductor sobre las trampas de su oficio, o en las desventuras que padecen los propios lectores de traducciones, como ésta que refiere Borges en una reseña de 1938:

 

Hacia 1916 resolví entregarme al estudio de las literaturas orientales. Al recorrer con entusiasmo y credulidad la versión inglesa de cierto filósofo chino, di con este memorable pasaje: "A un condenado a muerte no le importa bordear un precipicio, porque ha renunciado a la vida". En este punto el traductor colocó un asterisco y me advirtió que su interpretación era preferible a la de otro sinólogo rival que traducía de esta manera: "Los sirvientes destruyen las obras de arte, para no tener que juzgar sus bellezas y sus defectos". Entonces, como Paolo y Francesca, dej é de leer. Un misterioso escepticismo se había deslizado en mi alma".

 

 


 

© Borges Studies Online 14/04/01


How to cite this article:

Sergio Pastormerlo. "Borges y la traducción"  Borges Studies Online. On line. J. L. Borges Center for Studies & Documentation. Internet: 14/04/01 (http://www.borges.pitt.edu/bsol/pastorm1.php)