University of Pittsburgh

Beatriz Sarlo
Borges, un escritor en las orillas

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Capítulo III

 

La libertad de los orilleros

 

Las orillas

Borges dibujó uno de los paradigmas de la literatura argentina: una literatura construida (como la nación misma) en el cruce de la cultura europea con la inflexión rioplatense del castellano en el escenario de un país marginal. Sobre el modelo de "las orillas", que Borges inventa en sus primeros libros de poesía, hay que pensar tambi én el lugar que él ocupa. Desde el comienzo, Borges desconfía del utopismo rural que Ricardo G üiraldes celebra en Don Segundo Sombra, novela clásica donde el mal destino del gaucho se tuerce para componer una alegoría luminosa en el escenario sublime de la pampa. El revival criollista de G üiraldes tiene como protagonista a un gaucho demasiado recto: un gaucho bienpensante. Para Borges, en cambio, si esta literatura iba a encontrar h éroes, ellos no serían síntesis intachables de virtudes tradicionales, sino personajes marcados por un doblez, capturados en destinos no transparentes. Y el paisaje de la literatura rioplatense debía ser la región ambigua donde se borronea el límite entre la llanura y las primeras casas.

Borges trabajó con todos los sentidos de la palabra "orillas" (margen, filo, límite, costa, playa) para construir un ideologema que definió en la d écada del veinte y reapareció, hasta el final, en muchos de sus relatos. "Las orillas" son un espacio imaginario que se contrapone como espejo infiel a la ciudad moderna despojada de cualidades est éticas y metafísicas. Con el énfasis de su primer criollismo, provocador hasta en la ortografía, Borges escribe:

"Nuestra realidá vital es grandiosa y nuestra realidá pensada es mendiga. Aquí no se ha engendrado ninguna idea que se parezca a mi Buenos Aires, a este mi Buenos Aires innumerable que es cariño de árboles en Belgrano y dulzura larga en Almagro y desganada sorna orillera en Palermo y mucho cielo en Villa Ort úzar y proceridá taciturna en las Cinco Esquinas y querencia de ponientes en Villa Urquiza y redondel de pampa en Saavedra. [...] Ya Buenos Aires, más que un ciudad es un país y hay que encontrarle la poesía y la m úsica y la pintura y la religión y la metafísica que con su grandeza se avienen".(1)

En aquellos años, el t érmino "orillas" designaba a los barrios alejados y pobres, limítrofes con la llanura que rodeaba a la ciudad. El orillero, vecino de esos barrios, con frecuencia trabajador en los mataderos o frigoríficos donde todavía se estimaban las destrezas rurales de a caballo y con el cuchillo, se inscribe en una tradición criolla de manera mucho más plena que el compadrito de barrio (de quien Borges no propone ninguna idealización), cuya vulgaridad denuncia al reci én llegado o al imitador de costumbres que no le pertenecen. El orillero arquetípico desciende del linaje hispano-criollo, y su origen es anterior a la inmigración; el compadrito arrabalero, en cambio, lleva las marcas de una cultura baja, y exagera el coraje o el desafío farolero para imitar las cualidades que el orillero tiene como una naturaleza. El compadrito es vistoso; el orillero es discreto y taciturno:

"...esa mezcla de sorna y cortesía, esa humildad exagerada, sobre todo cuando estaba a punto de provocar a alguien a duelo".(2)

Borges evoca así a su amigo Paredes (podríamos leer esa amistad como si fuera tambi én un mito literario, algo que la literatura de Borges necesitó en 1920 para constituirse como ficción argentina). Como sea, cuando Borges está comenzando a escribir, compadritos y orilleros perdían sus rasgos más agresivos para incorporarse como tipos a la nueva síntesis del barrio popular. Los orilleros de Borges son sobrevivientes de las últimas d écadas del siglo XIX en las primeras del XX. La verdad po ética de "las orillas" se construye en un leve anacronismo. Este desplazamiento temporal es invención de Borges.

Borges libera a "las orillas" del estigma social que las identificaba. Lejos de considerarlas un límite despu és del cual sólo puede saltarse al mundo rural de Don Segundo Sombra, Borges se detiene precisamente allí y hace del límite un espacio literario. En "las orillas", define un territorio original, que le permite implantar su propia diferencia respecto del resto de la literatura argentina:

"De la riqueza infatigable del mundo sólo nos pertenece el arrabal y la pampa. Ricardo G üiraldes le está rezando al llano; yo -si Dios mejora sus horas- voy a cantarlo al arrabal por tercera vez".(3)

Borges inscribe una literatura en el límite, reconociendo allí una forma cifrada de la Argentina. Superficie indecisa entre la llanura y las primeras casas de la ciudad, "las orillas" tienen las cualidades de un lugar imaginario, cuya topología urbano-criolla dibuja la clásica calle "sin vereda de enfrente". La línea del límite se ensancha en "las orillas" y, al mismo tiempo, se hace porosa porque la escenografía de "las orillas" está horadada por baldíos y tapias con hornacinas, por la transparencia de las verjas de hierro y de los cercos de plantas, por balaustradas y balcones, por fachadas que retroceden detrás de las higueras y patios que abren el corazón de la manzana hacia el cielo. A "las orillas" llegan "los carros del verano" y huelen a llanura; sus colores son tambi én los que se usan allí donde "las orillas" terminan francamente en el campo. En "las orillas", imperceptiblemente, la pulpería se transforma en almac én, la esquina rural en el cruce de dos calles. En "las orillas", la ciudad está todavía por hacerse. Borges escribe un mito para Buenos Aires que, en su opinión, andaba necesitándolos. Desde un recuerdo que casi no es suyo, opone a la ciudad moderna, esta ciudad est ética sin centro, construida totalmente sobre la matriz de un margen.

Lo que, en los años veinte, era evidente para sus contemporáneos, se vuelve invisible en la poesía de Borges: Arlt o González Tuñón o Girondo no podían sino descubrir el movimiento de lo nuevo. Borges reconstruye aquello que está desapareciendo, que pertenece con mayor justicia a la memoria de otros, y que, por eso mismo, sostiene la nostalgia. Las orillas amenazadas de la literatura están en cualquier parte de la ciudad, precisamente porque el margen que son no tiene centro. Una de sus formas, además del suburbio, es el barrio cuyo 'tono' est ético tambi én remite al pasado:

"Alguna vez era una amistad este barrio,
un argumento de aversiones y afectos, como las otras cosas de amor;
apenas si persiste esa fe
en unos hechos distanciados que morirán:
en la milonga que de las Cinco Esquinas se acuerda,
en el patio como una firme rosa bajo las paredes crecientes,
en el despintado letrero que dice todavía La Flor del Norte,
en los varones de guitarra y envido del almac én,
en el recuerdo estacionario del ciego.
 
Este disperso amor es nuestro desanimado secreto.
 
Una cosa invisible está pereciendo del mundo,
un amor no más ancho que una m úsica.
Se nos aparta el barrio,
los balconcitos retacones de mármol no nos enfrentan cielo. Nuestro cariño se acobarda en desganos,
la estrella de aire de las Cinco Esquinas es otra".(4)

La topografía de "las orillas" se revela en el divagar lento del paseante y tambi én en el discurrir del lector siguiendo los rastros de la literatura argentina que Borges reconoce en el siglo XIX: la poesía gauchesca. En uno de sus prólogos al Martín Fierro escribe: "Una función del arte es legar un ilusorio ayer a la memoria de los hombres".(5) Este ilusorio ayer es tambi én, o quizás fundamentalmente, un lugar que Borges disputa al campo, porque prefiere "esas calles largas que rebasan el horizonte y por las cuales el suburbio va empobreci éndose y desgarrándose tarde afuera".(6)

 

Evaristo Carriego

La debilidad de Borges por Evaristo Carriego tiene que ver con esto. Borges no podía sino interesarse en Carriego. Allí, de manera torpe si se quiere, estaba una materia que los escritores de su época consideraron marginal. Cuando, en la primera d écada de este siglo, Lugones y el modernismo ocupaban el centro literario, Carriego era precisamente el margen: un escritor que había tratado de ser modernista, para encontrar luego, en una decena de poemas sobre el suburbio, una forma atenuada del sentimentalismo que profetiza los tangos de Homero Manzi. El modernismo era una poesía rica; en oposición a ella, Borges busca un poeta pobre, cuya mayor virtud fue "no ser enfático" y cuyo pudor lo diferenciaba de los "años enfáticos del centenario".(7) En una país marginal, Carriego se había ubicado en el margen del margen: al margen de Lugones y el modernismo, que Carriego quiso imitar pero abandonó para escribir los poemas que Borges coloca en su propio origen po ético.

Sus primeras páginas sobre Carriego, publicadas en su segundo libro de ensayos, son sencillamente un acto de independencia respecto de las líneas hegemónicas del mapa literario: Borges tuerce las verticales y las horizontales, descoloca a Lugones e inventa un punto de partida extraño al prestigio establecido. Realiza un movimiento quebrado por la discontinuidad y pone a la literatura marginal de Carriego como principio de su literatura. Esto le permite inventarse un origen, inventar un origen para la literatura futura, romper con las filiaciones previsibles, trazar los bordes de un territorio ficcional, hacer una elección de tono po ético. Carriego no le traspasa estas propiedades a Borges; por el contrario, Borges, que no quiere ser sólo un heredero, funda su originalidad en alguien que ning ún escritor considera particularmente interesante: Carriego es una condición de posibilidad, más que una escritura a seguir, un espacio donde explorar nuevas lecturas. En su ensayo sobre Carriego, Borges pone en acción algo que seguirá haciendo toda su vida: leer de manera desviada, buscando sólo lo que le sirve, sin ning ún respeto por los sentidos establecidos.

En Carriego, subraya la iconografía de "las orillas" y las distintas categorías que importan en una moral del suburbio: malevo, guapo, antiguo guapo, malevito (que es una "desfiguración italiana"). Junto al blando sentimentalismo, está la discreta presentación de algunos destinos melancólicos y el uso casi imperceptible, inesperado, del humor. Las operaciones (bastante artificiosas) que Borges realiza sobre los poemas de Carriego corren en paralelo a las que hace sobre la tradición de la gauchesca y sus epígonos, desde Inquisiciones, su primer libro de ensayos. En realidad, Borges lee casi lo mismo en el mejor Carriego de los poemas predilectos y en la "lírica criolla":

"Todo es en ella quietación, desengaño; áspero y dulzarrón a la vez. La índole española se nos muestra como vehemencia pura; diríase que al asentarse en la pampa, se desparramó y se perdió. El habla se hizo más arrastrada, la igualdad de horizontes sucesivos chasqueó las ambiciones y el obligatorio rigor de sujetar un mundo montaraz se resarció en las dulces lentitudes de la payada de contrapunto, del truco dicharachero y del mate".(8)

Borges rescata el medio tono, la media voz, la oralidad, las formas preliterarias, los g éneros menores, las palabras usadas con intención irónica o po ética en la vida cotidiana (por esos mismos años coleccionaba las inscripciones fileteadas en los carros). Carriego, a pesar de sus desvaríos modernistas, podía ser contrapuesto a Lugones, al tono sostenido y a los grandes g éneros po éticos, invirtiendo, con esta sola operación, todas las jerarquías que organizaban a la literatura argentina. La liquidación de Lugones fue una de las tareas donde Borges empleó con más convicción su ironía crítica. Evaristo Carriego, el libro que publica en 1930, retocado, completado y rearmado en todas las ediciones sucesivas, es además uno de los capítulos finales de su activismo literario en las filas de la vanguardia porteña, donde tambi én había descubierto y agitado la figura de Macedonio Fernández, por entonces un escritor oral y casi secreto, en quien Borges descubre el sentido metafísico y la socarronería criolla. Borges nunca abandonó del todo la composición de este libro que se construye a lo largo de más de dos d écadas, al que pausadamente le fue agregando páginas llamadas complementarias, epígrafes en ingl és, citas, microrrelatos, cartas, que se relacionan de manera demasiado oblicua con su pretendido objeto.

Borges reconoce en Carriego un pre-texto, en su sentido más literal. Carriego es el texto anterior a su propios textos; escribió lo que Borges no iba a escribir jamás pero que necesitaba como punto a partir del cual podía armarse una teoría de la literatura en Buenos Aires. La canción del barrio, de Carriego, es un secreto texto originario, una hipótesis necesaria para la primera poesía de Borges, un antecedente impensado e impensable hasta que Borges no establece con él una afiliación.

La biografía que escribe sobre Carriego es, obviamente, tambi én un pre-texto.(9) En un prólogo agregado veinticinco años despu és, Borges revela uno de los motivos que impulsaron el libro. Quería saber qu é rodeaba la casa de su familia en Palermo. La pregunta no es sencillamente biográfica, sino po ética en el sentido de fundación po ética de una mitología:

" ¿Qu é había, mientras tanto, del otro lado de la verja con lanzas? ¿Qu é destinos vernáculos y violentos fueron cumpli éndose a unos pasos de mí, en el turbio almac én o en el azaroso baldío? ¿Cómo fue aquel Palermo o cómo hubiera sido hermoso que fuera?
A esas preguntas quiso contestar este libro, menos documental que imaginativo".(10)

¿Cómo hubiera sido hermoso que fuera? En el modo hipot ético de la pregunta está la estrategia de la invención. La historia de Palermo, que ocupa el primer capítulo del libro, es un pretexto de historia, donde aparecen algunas imágenes que Borges ya había ensayado y detalles cuya única necesidad es la construcción de una creencia por medios po éticos. El segundo capítulo, "Una vida de Evaristo Carriego", comienza exponiendo la paradoja de "que un individuo quiera despertar en otro individuo recuerdos que no pertenecieron más que a un tercero": es decir, comienza debilitando críticamente la idea misma de biografía. Luego, una lógica únicamente subjetiva hilvana los 'hechos' de la vida de Carriego, con los que Borges le atribuye y que, a su vez, se convierten en recuerdos de Borges. Los dos capítulos siguientes (en apariencia sobre Misas herejes y La canción del barrio) abundan en ocultas remisiones al primero y terminan con una definición de la materia po ética de Carriego que, en verdad, puede leerse rectamente como una postulación borgeana de "las orillas". Evaristo Carriego, entonces, finge ser una biografía cuando en realidad es una mitología porteña. Es tambi én un manifiesto literario, oculto, irónico y atenuado.

Borges dijo que los relatos de Historia universal de la infamia habían sido los ejercicios de un tímido. Tambi én pertenece a un tímido está biografía en la que tanto como construirse a Carriego se construye el personaje 'Borges' y se diseña la topología imaginaria del suburbio, el límite entre la ciudad decente y la ciudad del compadrito. Más que la biografía que no fue, Evaristo Carriego es un tratado: el primer volumen de una enciclopedia sobre el Tlön suburbano que Borges inventa bajo la r úbrica de Buenos Aires. Y en este volumen no podía estar ausente, como en la encilopedia de Tlön, una idea sobre el arte. Años más tarde, Borges comentó desdeñosamente estos ejercicios mítico-po éticos y su propia invención de "las orillas" frecuentadas por cuchilleros que, en los sesenta, Borges considera extravagantes, adjetivo que no le impide retomar entonces la historia que ya había contado tres d écadas antes en "Hombre de la esquina rosada". Como sea que funcione el particular sistema de negación de Borges respecto de su propia obra, los poemas de los años veinte, los tres libros de ensayos de la misma d écada y Evaristo Carriego fueron momentos de fundación radical de una voz literaria, tanto más radical cuanto que esa voz reorganizó la historia entera de la literatura argentina y rearmó, para ella, una jerarquía de valores culturales y sociales.

Por otra parte, Borges nunca se separó del todo del ideologema "las orillas": esa fue siempre su ubicación simbólica, desde esas orillas leyó las literaturas del mundo, y fueron esas orillas el soporte para que su obra no pagara ning ún tributo ni al nacionalismo ni al realismo.

"En lo atañente a negar la existencia autónoma de las cosas visibles y palpables, fácil es avenirse a ello pensando: la Realidad es como esa imagen nuestra que surge en todos los espejos, simulacro que por nosotros existe, que con nosotros viene, gesticula y se va, pero en cuya busca basta ir, para dar siempre con él".(11)

Esta profesión de fe idealista, escrita por Borges cuando tenía poco más de veinte años, descansa sobre una comparación que propone la noción de simulacro. La literatura, especialmente, inventa esos espacios cuyo poder de producir creencia está en la ilusión (que induce a lo que Borges gusta llamar, citando a Coleridge, "la suspensión de la duda). "Carriego" y "las orillas" no son en este sentido simulacros de Buenos Aires o de un escritor menor, sino simulacros de lo que Borges escribe: son una forma cifrada de su po ética. La realidad de ese personaje y ese espacio se funda, precisamente, en la invención. Su persuasión es enteramente literaria.

Pero, ¿por qu é Carriego y por qu é "las orillas"? De este modo, Borges funda su literatura oponi éndose a dos tonos dominantes. Muchas veces se ha dicho que los primeros libros de Borges, sus artículos de Proa y Martín Fierro, significan una ruptura con Lugones y el modernismo. Responden a la pregunta sobre cómo escribir despu és de Lugones y contra él. Este me parece un punto suficientemente claro y, en consecuencia, preferiría pasar a otro: creo que Borges tambi én busca una literatura diferente a Don Segundo Sombra.

 

¿Gauchos, criollos?

Es cierto que Borges jamás practicó con G üiraldes los juegos de guerrilla literaria que le inspiraba Lugones. G üiraldes estaba del lado de acá de las vanguardias del veinte, dirigió con Borges Proa y fue Borges uno de los destinatarios de sus abundantes reconocimientos a la misión renovadora que la juventud tenía en la literatura argentina. Sin embargo, es posible pensar que Borges se sentía lejos de la solución est ética postulada en Don Segundo Sombra. El gauchismo de G üiraldes le sonaba, a Borges, demasiado compacto. Cargado de pormenores camperos, abundante en descripciones de las tareas rurales más vistosas, respetuoso del costumbrismo, tributario de los lugares comunes sobre las virtudes criollas y de la construcción canónica de una idiosincracia, G üiraldes fue para Borges un novelista problemático.

En "El escritor argentino y la tradición", Borges hace una especie de defensa de Don Segundo que, a poco de ser leída con cuidado, siembra la duda:

"Los nacionalistas nos dicen que Don Segundo Sombra es el tipo de libro nacional; pero si comparamos Don Segundo Sombra con las obras de la tradición gauchesca, lo primero que notamos son las diferencias. Don Segundo Sombra abunda en metáforas de un tipo que nada tiene que ver con el habla de la campaña y sí con las metáforas de los cenáculos contemporáneos de Montmartre. En cuanto a la fábula, a la historia, es fácil comprobar en ella el influjo del Kim de Kipling, cuya acción está en la India y que fue escrito, a su vez, bajo el influjo de Huckleberry Finn de Mark Twain, epopeya del Misisipí. Al hacer esta observación no quiero rebajar el valor de Don Segundo Sombra; al contrario, quiero hacer resaltar que para que nosotros tuvi éramos ese libro fue necesario que G üiraldes recordara la t écnica po ética de los cenáculos franceses de su tiempo, y la obra de Kipling que había leído hacía muchos años; es decir, Kipling, y Mark Twain, y las metáforas de los poetas franceses fueron necesarios para este libro argentino, para este libro que no es menos argentino, lo repito, por haber aceptado esas influencias".(12)

La defensa de Don Segundo es impecable, pero, precisamente por eso, me gustaría interrogarla en el marco del texto, tan conocido, que la incluye. Pocos párrafos más arriba, Borges ha pronunciado el c élebre dictamen (inspirado en Gibbon) sobre la ausencia de camellos en el Corán como consecuencia de la seguridad que Mahoma experimentaba sobre su ser árabe. La ausencia de camellos, razona Borges exagerando hasta la paradoja la forma de su argumento, bastaría para probar la arabidad del Corán. El ejemplo le permite expresar su deseo de una literatura discreta en el recurso al color local. Enseguida, pasa a la autocrítica de sus primeros libros que desbordaban, a su juicio, de cuchilleros, tapias y arrabales. Inmediatamente despu és viene la defensa transcripta de Don Segundo.

No es difícil pensarla como una contradicción. Pero prefiriría considerarla como un argumento, que tiene mucho de argucia, en su pol émica con el nacionalismo literario. Borges les arranca a los nacionalistas un texto, para demostrarles que ese texto, exhibido por ellos como realización de lo argentino, es precisamente una escritura de cruce cultural. La ironía presente en la mención de los cenáculos franceses, a los que Borges no era aficionado, es sólo una de las marcas que autoriza a pensar que, más que una defensa de Don Segundo, Borges toma a la novela tambi én como pre-texto al utilizarla en su argumentación pol émica con el nacionalismo. La elogia, pero las razones que anteceden y siguen al elogio tienden más bien a atenuarlo casi por completo.

Don Segundo es una novela demasiado evidentemente criolla para Borges. Las marcas localistas no serían prueba sino obstáculo de su 'argentinidad', puesta tan de manifiesto como para despertar todas las sospechas. La abundancia y seguridad con que G üiraldes presenta el saber, los valores, la experiencia y el aprendizaje gauchos va en contra de lo que Borges considera cualidades básicamente argentinas: el pudor, la reticencia (que elogia en La urna de Enrique Banchs) están ausentes de la exhibición estilística y narrativa de G üiraldes. Hay demasiados caballos en Don Segundo para considerar seriamente su pretensión de texto nacional. Borges prepara el camino para el resto de la argumentación y la conduce con habilidad a su n úcleo:

"Creo que los argentinos, los sudamericanos en general, estamos en una situación análoga [a la de los judíos y los irlandeses]; podemos manejar todos los temas europeos, manejarlos sin supersticiones, con una irreverencia que puede tener,y ya tiene,consecuencias afortunadas".(13)

La trama de la literatura argentina se teje con los hilos de todas las culturas; nuestra situación marginal es la fuente de una originalidad verdadera, que no se basa en el color local (que ata la imaginación a un control empírico o la confina a una única po ética) sino en la aceptación libre de la influencia: donde los escritores europeos se angustian por el peso de sus antecesores, los rioplatenses se sienten libres de parentesco obligado. Precisamente esto es lo que Borges hace en su primer libro de relatos, Historia universal de la infamia: cambia la lectura de relatos ya escritos por otros.(14) Puede hacerlo porque la distancia que lo separa de las historias que 'transcribe' es inmensa y el control que ellas operan sobre sus propios cuentos es muy d ébil.

La distancia, afirmaría Borges, concebida como desplazamiento geográfico, cultural, po ético, y ejercida como derecho de latinoamericanos, no sólo hace posible su ficción, sino que funda el placer del lector. Varias d écadas despu és, Borges se permite ironizar nuevamente a propósito de Don Segundo Sombra. En "El Evangelio seg ún Marcos" da forma narrativa a su hipótesis sobre la distancia como condición del placer que produce un relato. En una estancia del partido de Junín, a fines de los años veinte, un hombre de Buenos Aires comparte el aislamiento de una inundación con una familia de peones:

"En toda la casa no había otros libros que una serie de la revista La Chacra, un manual de veterinaria, un ejemplar de lujo del Tabar é, una Historia del Shorthorn en la Argentina, unos cuantos relatos eróticos o policiales y una novela reciente: Don Segundo Sombra. Espinosa, para distraer de alg ún modo la sobremesa inevitable, leyó un par de capítulos a los Gutres, que eran analfabetos. Desgraciadamente, el capataz había sido tropero y no le podían importar las andanzas de otro. Dijo que ese trabajo era liviano, que llevaban siempre un carguero con todo lo que se precisa y que, de no haber sido tropero, no habría llegado nunca hasta la Laguna de Gómez, hasta el Bragado y hasta los campos de los N úñez, en Chacabuco".(15)

La lectura de Don Segundo a los peones prueba la necesidad de la mezcla cultural. Los Gutres no encuentran placer en la novela de G üiraldes, porque no pueden percibir en ella ninguna diferencia respecto de su propio mundo y sí, en cambio, algunas inexactitudes que sólo pueden reprochársele a las novelas de intención realista. Por el contrario, el Evangelio que despu és les lee Espinosa los fascina por su historia llena de milagros y exótica. Luego, actuando como lectores trágicamente activos a quienes el exotismo del Evangelio ha conmovido mucho más que el mundo cercano de G üiraldes, cumplen el plan de poner en escena ese texto, crucificando al hombre que se los ha comunicado. La emoción de los Gutres nace, entonces, no del parecido sino de la diferencia. Parábola siniestra del poder de la lectura, enseña de todas formas cuáles son, seg ún Borges, las fuerzas de la imaginación para la que el cruce cultural es imprescindible si se quiere liberar al escritor y a sus lectores de la repetición cotidiana y la rutina de la experiencia.

Pero hay más (más conflicto, más lecturas contradictorias) en "El Evangelio seg ún Marcos". Casi imperceptible, un relato de Ezequiel Martínez Estrada, "La inundación", se enreda con los hilos de su trama: en la misma llanura bajo las aguas, un choque de culturas desencadena el malentendido trágico. Aislados por la inundación, en medio de una extensión que el espejo de aguas reduplica en su falta de referencias, en su pura naturaleza pre-cultural, los peones (gauchos que han olvidado un remoto pasado europeo) escuchan la historia evang élica y la traducen en t érminos de presente. Interpretan literalmente la pasión de Cristo y terminan crucificando al extranjero, un hombre de Buenos Aires, que les ha leído el Evangelio no como mito que puede reactualizarse sino como relato cuya peripecia es, en su ficcionalidad, apasionante.

Estas dos lecturas diferentes de un mismo texto, el Evangelio de Marcos, funda el malentendido cultural y produce la resolución trágica que es, al mismo tiempo, una pobre representación, en el límite entre la parodia y la barbarización, del relato fundante de Occidente. Tambi én Martínez Estrada había pensado a la Argentina como imitación degradada y copia fuera de lugar, fundada en una violencia originaria. Algo de la cultura latinoamericana puede descubrirse como carga alegórica en el malentendido cultural entre los peones y el pueblero que les lee el relato bíblico: unos y otros realizan operaciones de traducción de manera perfectamente motivada pero incomunicable en sus contenidos. Los g éneros literarios se confunden y el mito se convierte en relato verídico, lo imaginario en acción. Los cruces culturales, se advierte en "El Evangelio seg ún Marcos", no resultan inevitables síntesis integradoras sino puntos de conflicto donde el menor malentendido es literalmente mortal. Lo Otro magnetiza, tambi én, por el peligro que vuelve interesante a la diferencia. El riesgo de la literatura está en trabajar en un territorio extraño como si no lo fuera; y en el territorio propio como si fuera extranjero: la literatura es interesante porque deja abiertas todas las grietas de la no identidad y sospecha de la experiencia directa como autoridad sobre su discurso.

 

Cómo se narra: el problema de Funes y la solución de Menard

Entiendo a "Funes el memorioso" como puesta en escena ficcional de lo que sucede cuando la memoria está esclavizada por la experiencia directa. Funes puede recordar infinitamente pero es incapaz de pensar: "Pensar es olvidar diferencias, es generalizar, abstraer. En el abarrotado mundo de Funes no había sino detalles, casi inmediatos". La literatura, precisamente, rompe esa inmediatez ligada a la memoria, la percepción y la repetición. La literatura trabaja con lo heterog éneo, corta, pega, salta, mezcla: operaciones que Funes no puede realizar con sus percepciones ni, por lo tanto, con sus recuerdos. Para Borges, el olvido es básicamente una condición de la memoria y del razonamiento porque, si hay olvido de las particularidades, tambi én es posible la abstracción.

El destino de Irineo Funes, habitante como Borges de "un pobre arrabal sudamericano", es quedar preso de la materia de su experiencia. Encerrado en un mundo donde no hay categorías sino percepciones, Funes puede proponerse sólo tareas imposibles: las del arte clasificatorio, muchas veces ironizadas por Borges. En efecto, Funes inventa un sistema de palabras que reemplaza la serie infinita (abstracta y lógica) de los n úmeros, revelando, al mismo tiempo, la potencia de su memoria y la futilidad de su empeño:

"Me dijo que hacia 1886 había discurrido un sistema original de numeración y que en muy pocos días había rebasado el vienticuatro mil. No lo había escrito, porque lo pensado una sola vez ya no podía borrársele. Su primer estímulo, creo, fue el desagrado de que los treinta y tres orientales requirieran dos signos y tres palabras, en lugar de una sola palabra y un solo signo. Aplicó luego ese disparatado principio a los otros n úmeros. En lugar de siete mil trece, decía (por ejemplo) Máximo P érez; en lugar de siete mil catorce, El Ferrocarril; otros n úmeros eran Luis Melián Lafinur, Olimar, azufre, los bastos, la ballena, el gas, la caldera, Napoleón, Agustín de Vedia. En lugar de quinientos, decía nueve. Cada palabra tenía un signo particular, una especie de marca; las últimas eran muy complicadas... Yo trat é de explicarle que esa rapsodia de voces inconexas era precisamente lo contrario de un sistema de numeración. Le dije que decir 365 era decir tres centenas, seis decenas, cinco unidades; análisis que no existe en los 'n úmeros' El Negro Timoteo o manta de carne. Funes no entendió o no quiso entenderme".(16)

La ironía sigue varios movimientos. Está, por un lado, la referencia bastante obvia al sistema de palabras en lugar de n úmeros utilizado por los apostadores en las loterías clandestinas (y ello coloca a la invención de Funes en el más banal de los contextos, porque Funes no hace sino expandir, con pretensión de infinito, lo que todo el mundo recuerda de los cien primeros n úmeros). Está, además, el saber popular y tradicional de los sueños donde ciertas imágenes remiten a determinados n úmeros, en una predicción mecánica del futuro o como mensaje legible en t érminos de "más allá". Finalmente, el sistema imaginado por Funes revela las dificultades de traducción de un código a otro. Funes trata de traducir y su intento se basa en la creencia de que los sistemas son perfectamente análogos y que nada se pierde en el pasaje de uno a otro.

El narrador piensa exactamente lo opuesto: traducir siempre implica traspapelar, descolocar, diverger: si esto no se entiende, caemos en la trampa, tendida por una fe ingenua, de la identidad última de los lenguajes. Por su parte, el realismo se apoya en la ilusión de que la representación directa (el intercambio de objetos por palabras) es posible y de que las palabras se adaptan bien a los requisitos de esa sustitución. La traductibilidad completa y la representación transparente pasan por alto el problema suscitado por las diferencias entre la lógica del discurso y de eso que se presenta como la realidad de la literatura. Así, "Funes el memorioso" es, por una parte, una parábola tragicómica acerca de las posibilidades y los obstáculos de la representación. Por la otra, se interroga sobre si es posible narrar el tiempo, el espacio, la conciencia y el mundo sin cortes (es decir: sin el recurso a la elipsis). O, para nombrar otra paradoja que le gustaba a Borges: ¿tiene sentido un mapa de China tan grande como China?

Cuento filosófico sobre teoría literaria, el personaje Funes lleva hasta el límite los problemas de la representación del recuerdo en el discurso. Funes está cautivado por lo que Borges llamaría el azar desprolijo de la representación realista. Su situación es desesperada porque el tiempo de lo narrado y el tiempo de la narración coinciden en su memoria de manera perfecta: "Dos o tres veces había reconstruido un día entero; no había dudado nunca, pero cada reconstrucción había requerido un día entero".(17) Funes ignora las elipsis y no puede cortar el continuo del tiempo recordado para organizarlo en la línea quebrada del relato. No puede olvidar y, en consecuencia, no puede elegir. Funes es una imagen hiperbólica de los devastadores efectos del realismo absoluto, que confía en la fuerza 'natural' de la percepción y en la verdad espontánea de los 'hechos'. Funes ignora los procesos de construcción de la realidad y, por lo tanto, es incapaz de pronunciar un discurso que lo libere de una esclavitud absoluta frente a la mimesis. Si el tiempo fuera infinito (como lo es para Dios), la memoria de Funes ya no sería un obstáculo. Pero la ficción, como todo relato, descansa sobre el principio de que el tiempo pone un límite a lo que sucede en el transcurso de la narración.

Sin duda, Borges se planteó el problema no sólo de cómo narrar sino de cómo narrar en la Argentina. Ambas cuestiones (la encrucijada cultural y las posibilidades de la narración) se enuncian, en t érminos de ficción teórica, en la paradoja de Pierre Menard. La ironía genera en "Pierre Menard, autor del Quijote" un estatuto ambivalente que, de todas formas, es el que Borges prefiere para la literatura: el relato critica el mismo 'conocimiento' que produce. Como es sabido, despu és de completar una larga lista de obras relacionadas con la traducción, la paráfrasis, la variación y el pastiche, Menard encara la tarea de escribir, palabra por palabra, el Quijote:

"No quería componer otro Quijote -lo cual es fácil- sino el Quijote. In útil agregar que no encaró nunca una transcripción mecánica del original; no se proponía copiarlo. Su admirable ambición era producir unas páginas que coincidieran -palabra por palabra y línea por línea- con las de Miguel de Cervantes".(18)

Sobre los capítulos del Quijote escrito por Menard antes de su muerte, Borges afirma que "son infinitamente más ricos" que los de Cervantes, aunque, al mismo tiempo, sean id énticos. ¿En qu é se funda el plus contenido en esta paradoja?

Menard enriquece, por desplazamiento y anacronismo, los capítulos del Quijote de Cervantes. Los hace menos previsibles, más originales y sorprendentes. Borges destruye, por un lado, la idea de identidad fija de un texto; por el otro, la idea de autor; finalmente, la de escritura original. Con el m étodo de Menard no existen las escrituras originales y queda afectado el principio de propiedad sobre una obra. El sentido se construye en un espacio de frontera entre el tiempo de la escritura y el del relato, entre el tiempo de la escritura y el de la lectura. La enunciación (Menard escribe en el siglo XX) modifica al enunciado (sus frases id énticas a las de la novela de Cervantes). La paradoja cómica de Menard muestra, por medio de su escándalo lógico, que todos los textos son la rescritura de otros textos (en un despliegue especular, desviado e infinito de sentidos); al mismo tiempo, el Quijote de Menard exige, como toda la literatura, que se lo lea en el marco de un espacio cultural que imprime sobre el huir de los sentidos un sentido histórico:

"Es una revelación cotejar el don Quijote de Menard con el de Cervantes. Este, por ejemplo, escribió (Don Quijote, primera parte, noveno capítulo):
...la verdad, cuya madre es la historia, émula del tiempo, depósito de las acciones, testigo de lo pasado, ejemplo y aviso de lo presente, advertencia de lo por venir.
Redactada en el siglo diecisiete, redactada por el 'ingenio lego' Cervantes, esa enumeración es un mero elogio retórico de la historia. Menard, en cambio, escribe:
...la verdad, cuya madre es la historia, émula del tiempo, depósito de las acciones, testigo de lo pasado, ejemplo y aviso de lo presente, advertencia de lo por venir.
La historia, madre de la verdad; la idea es asombrosa. Menard, contemporáneo de William James, no define la historia como una indagación de la realidad sino como su origen. La verdad histórica, para él, no es lo que sucedió; es lo que juzgamos que sucedió. Las cláusulas finales
-ejemplo y aviso de lo presente, advertencia de lo porvenir- son descaradamente pragmáticas.
Tambi én es vívido el contraste de los estilos. El estilo arcaizante de Menard -extranjero al fin- adolece de alguna afectación. No así el del precursor, que maneja con desenfado el español corriente de su época".(19)

El proceso y las condiciones históricas de enunciación modifican todos los enunciados. El sentido es un efecto frágil (y no sustancial) relacionado con la enunciación: emerge en la actividad de escribir-leer y no está enlazado a las palabras sino a los contextos de las palabras. Ultima consecuencia de esta hipótesis, la productividad est ética e ideológica de la lectura hace imposible la repetición. No hay modo de que un texto sea id éntico a su doble, no hay ning ún espejo que ofrezca una transcripción exacta. Todos los textos son absolutamente originales, lo cual equivale a afirmar que ninguno puede aspirar a esta cualidad distintiva.

Fascinado por las traducciones (que son una modalidad más ardua de la transcripción), en sus comentarios sobre las versiones de Homero, Borges ya había descubierto que el congelamiento de un sentido sólo es posible cuando otro Sentido (divino, emanado de una autoridad indiscutible) fija para siempre el fluir de los textos. Si esto no sucede, los sentidos se recombinan sin orden jerárquico: el primer texto no es más original que su última copia y todos los textos son, en el límite, borradores.

La literatura se compone, entonces, de versiones. La paradoja de Pierre Menard pone en escena el proceso de la escritura llevándolo al límite del absurdo y la imposiblidad, pero haci éndolo, al mismo tiempo, visible. Esto, en el margen del Río de la Plata, equivale a reivindicar un nuevo tipo de colocación para el escritor y la literatura argentina, cuyas operaciones de mezcla, de libre elección sin "devociones" (para repetir la palabra que usa Borges) no tienen que respetar el orden de prelación jerárquica atribuido a los originales. Si ninguna originalidad puede ser reclamada por ning ún texto, si todo sentido nuevo surge de la lectura o de la escritura en contexto, la inferioridad de "las orillas" se desvanece: el escritor perif érico tiene las mismas prerrogativas que sus predecesores o sus contemporáneos europeos.

 

Notas

1.

El tamaño de mi esperanza, Buenos Aires, Seix Barral, 1993 [1926], p.13-4. Una primitiva versión de este capítulo apareció en la revista Punto de Vista, con el título "Borges y la literatura argentina".


2.

Jorges Luis Borges, conferencia en el Instituto de Cultura Hispánica, Madrid, 1973, publicada en Cuadernos Hispanoamericanos, n úmeros 505-07, julio-septiembre 1992, p.68-9.


3.

"La pampa y el suburbio son dioses", El tamaño de mi esperanza, cit., p.25.


4.

"Barrio Norte", Cuaderno San Martín, en J.L.B., Poemas (l922-l943), Buenos Aires, Losada, l943. Esta edición respeta la primera. Sobre la construcción de un sujeto po ético en la ciudad: Enrique Pezzoni, "Fervor de Buenos Aires: autobiografía y autorretrato", El texto y sus voces, Buenos Aires, Sudamericana, 1986.


5.

Jorge Luis Borges, Prólogos con un prólogo de prólogos, Buenos Aires, Torres Ag üero Editor, l975, p.94. El texto citado es de l962.


6.

Inquisiciones, Buenos Aires, Seix Barral, 1993 [1925], p.64.


7.

"Carriego y el sentido del arrabal", El tamaño de mi esperanza, Buenos Aires, Seix Barral, 1993 [1926], p.27.


8.

"Queja de todo criollo", Inquisiciones, Buenos Aires, Seix Barral, 1993 [1925], p.141. Sobre el tono/la voz argentinos: Jorge Monteleone, "La voz deseada", Espacios, n úmero 6 (Buenos Aires).


9.

"La inocente biografía resulta un texto desapacible, insidioso", escribe Sylvia Molloy, Las letras de Borges, Buenos Aires, Sudamericana, l979, p.27.


10.

"Prólogo", Evaristo Carriego, O.C., p.101.


11.

"La encrucijada de Berkeley", Inquisiciones, cit., p.120.


12.

Discusión, O.C., p. 271.


13.

O.C., p.273. A partir de esta misma cita, Sylvia Molloy desarrolla el concepto de "lateralidad" de Borges en la cultura occidental.


14.

La misma operación la realiza Borges en el ensayo: cambia el sentido de las lecturas, como lo afirma Alberto Giordano: "El ensayista argentino y la tradición", en Modos del ensayo; Jorge Luis Borges-Oscar Masotta, Rosario, Beatriz Viterbo Editora, 1991 [1988].


15.

"El Evangelio seg ún Marcos", en El informe de Brodie, O.C., p.1069-70.


16.

"Funes el memorioso", Artificios [1944], O.C., p.489.


17.

"Funes el memorioso", O.C., p.486.


18.

"Pierre Menard, autor del Quijote", en El jardín de los senderos que se bifurcan [1941], O.C., p.446. Una lectura de las obras de Menard, su contexto ideológico, la hipótesis del campo intelectual del que forma parte, sus infuencias filosóficas e, incluso, la fecha probable de composición del texto, es presentada por Daniel Balderston, Out of Context; Historical Reference and the Representation of Reality in Borges, Durham, Duke University Press, 1993. Tambi én: Jos é Luis de Diego, "De Barthes a Pierre Menard", Estudios e investigaciones, n úmero 9, 1991 (La Plata).


19.

O.C., p.449.

 


  • Publicado anteriormente como
    Beatriz Sarlo. Borges, un escritor en las orillas. Buenos Aires: Ariel, 1995

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