University of Pittsburgh

Beatriz Sarlo
Borges, un escritor en las orillas

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Capítulo II

 

Un paisaje para Borges

 

Literatura y ciudad

En las primeras d écadas de este siglo, la imaginación urbana diseñó distintas ciudades: "las orillas" de Borges, lugar indefinido entre la llanura y las últimas casas, a las que se llega desde la ciudad, todavía horadada por baldíos y patios; la ciudad ultrafuturista de Arlt, construida en la mezcla social, estilística y moral, donde la ficción descubre una modernidad que todavía no existe del todo materialmente; las postales y las instantáneas Kodak de Girondo, donde la superficie de la ciudad se desarticula en bruscas iluminaciones y signos taquigráficos.

Pero vayamos hacia atrás. En el siglo XIX, la literatura argentina se acercó a la ciudad desde lo que todavía no era ciudad. Los románticos imaginaron una ciudad donde apenas había un rancherío, un par de iglesias y un cabildo: Buenos Aires, aldea mínima. Lo otro era el desierto, que rodeaba a la ciudad no como paisaje encantador o sublime sino como amenaza anticultural que era necesario exorcizar. El romanticismo franc és, las lenguas extranjeras, los libros de filosofía política fueron instrumentos del corte que, a partir de entonces, se instaló en la cultura argentina.

La ciudad ha sido no sólo un tema político, como puede leerse en varios capítulos de Facundo o en Argirópolis, no sólo un escenario donde los intelectuales descubrieron la mezcla que define a la cultura argentina, sino tambi én un espacio imaginario que la literatura desea, inventa y ocupa. La ciudad organiza debates históricos, utopías sociales, sueños irrealizables, paisajes del arte. La ciudad es el teatro por excelencia del intelectual, y tanto los escritores como su p úblico son actores urbanos.

Cuando escribe Facundo, Sarmiento no conoce Buenos Aires; tampoco conoce Córdoba, ni Tucumán. Escribe de lo que no ha visto jamás: escribe con los libros sobre la mesa, a partir de testimonios de viajeros y de lo que ha oído decir; se acerca a la ciudad desde afuera, desde ciudades extranjeras o imaginadas. Para Sarmiento, ciudad y cultura, ciudad y rep ública, ciudad e instituciones son sinónimos trabados por una inseparable relación formal y conceptual. Cree que en la ciudad está la virtud y que la ciudad es el motor expansivo de la civilización. La extensión rural es despótica, el agrupamiento urbano incuba a la rep ública. Sarmiento, con un gesto voluntarista de creación imaginaria de la sociedad por venir, profetiza una ciudad y una cultura a las que sólo despu és de medio siglo se aproxima Buenos Aires.

En paralelo a Sarmiento, la literatura gauchesca expone su opinión diferente: de la ciudad llega el mal que altera los ritmos naturales de una sociedad más orgánica. La ciudad se contrapone al tiempo utópico de la edad de oro (que evoca Martín Fierro y luego será recuperado por G üiraldes en Don Segundo Sombra) y a la extensión pampeana donde el gaucho padece la injusticia que la ciudad ha instalado en el campo. Aunque primitiva, la sociedad campesina es integrada; en cambio, la ciudad incita el torbellino de la explosión individualista, mercantil, materialista, en una palabra, de todo lo que es interesante para la literatura moderna.

La literatura de Buenos Aires no se libra fácilmente de estas marcas fundadoras. El imaginario urbano es hegemónico en la cultura rioplatense de este siglo. Incluso los escritores en quienes predomina el tema rural como contenido explícito, se alinean respecto de ese poderoso centro de irradiación simbólica que suscita las pasiones propicias para la ficción: la corrupción que desde la ciudad se derrama sobre el campo escandalizando su moral y perturbando las subjetividades; el deseo de ciudad que pierde a las mujeres de los pueblitos ínfimos; la ciudad perversa que encuentra en el campo una extensión de su codicia y de sus impulsos; el escritor esc éptico o desilusionado que se refugia en la utopía rural a la que llega con las est éticas modernas; el heredero de una tradición que descubre en el campo las huellas de valores y saberes perdidos.

La ciudad no es el contenido de una obra, sino su posibilidad conceptual. Todos los desvíos rurales de la literatura rioplatense de este siglo son producidos por la ciudad y desde ella: se sale de la ciudad a escribir sobre el campo. La literatura visita el campo, pero vive en la ciudad. La excepción es el regionalismo, que no pertenece ni a la ciudad ni al campo, y no puede ser explicado espacial sino temporalmente. El regionalismo nombra lo que desaparece (las costumbres, el folk campesino, las virtudes tradicionales) con un lenguaje literario que ya no se usa en la ciudad. Borges hace el movimiento precisamente inverso: imagina la ciudad del pasado con el lenguaje de una literatura futura.

No hay (casi) realismo mágico en la literatura rioplatense, porque la potencia imaginaria de la ciudad obturó definitivamente el impulso mítico campesino. Cerrado el ciclo de la gauchesca, la lengua de la literatura es lengua urbana. No me refiero a la lengua de los personajes, sino a la lengua del narrador. Los personajes, en verdad, pueden hablar cualquier lengua; quien no habla cualquier lengua es el narrador (la prueba máxima y casi descabellada de esto es el narrador gaucho y, al mismo tiempo, simbolista de Don Segundo Sombra). Por las razones que sean (pero que son bastante claras), la lengua de la ficción rioplatense es la lengua de las ciudades. Para decirlo sencillamente: el narrador es un pueblero que, si elige trabajar sobre el horizonte est ético de las lenguas rurales, no puede evitar que, en esa elección, la ciudad deje su marca. En este siglo, la gente de campo, cuando escribe, mira el espejo de la lengua urbana.

La ciudad, entonces, es condición de la literatura. Tambi én de la literatura sobre el campo. Las razones podrían buscarse en la historia de este país pero tambi én en la historia de la literatura moderna en Occidente. Otra contraposición fundamental de la cultura argentina (que, podría decirse, la recorre de punta a punta), es la que opone el espacio nacional al espacio europeo. Y, para los escritores argentinos, Europa es la ciudad.

El campo es tema, pero (excepto en la gauchesca) la forma de la literatura presupone a la ciudad: el escritor entrenado, el p úblico que la ciudad construye, la industria cultural. Las diferentes po éticas (incluso las po éticas criollistas del siglo XX) son urbanas. Los mitos tambi én lo son: el campo como lugar del origen nacional es un mito urbano. El gaucho, como arquetipo nacional, es una ocurrencia de Ricardo Rojas y Leopoldo Lugones quienes, en el Centenario, toman la perfecta invención de Jos é Hernández, cuando la ciudad propone a los intelectuales el enigma de lo que será este país y los intelectuales deciden responderlo armando una hipótesis cultural cuyo fundamento sería la poesía gauchesca.

Por otro lado, las utopías rurales no son literatura de campesinos sino de ciudadanos, que encuentran en el campo un motivo de ensoñación o una comunidad de valores que en la ciudad moderna se astilló para siempre. En el límite, visto desde la ciudad, el campo es lo exótico nacional: en el campo, la literatura encuentra lo diferente, un territorio casi extranjero, aventurero e incluso heroico, al alcance de la mano. O un espacio de mitos culturales, donde se pueden inventar tradiciones sobre la base de un bricolage de elementos separados de su origen campesino. El campo es a la vez el pasado inmediato y lo radicalmente Otro de la ciudad: por lo tanto, un espacio bien preparado para el exotismo.

La ciudad es un lugar de producción formal y mitológica: la cultura de masas, la política, la moda, el chisme, los rumores, las pasiones y las astucias de la ciudad son materia de la literatura. La ficción rioplatense habla estas lenguas. Cuando la literatura visita el campo, lo hace con un saber urbano que le permite encontrar allí la égloga, la leyenda, el 'buen salvaje', o la ocasión de parodia que corta el relato urbano apoderándose de las voces rurales. La ciudad produce los g éneros y el trabajo sobre los g éneros (incluso sobre los g éneros de origen rural). Por eso, podría decirse que la ciudad le da una forma a la literatura.

El deseo de la ciudad es más fuerte, en la tradición argentina, que las utopías rurales. En este sentido, los escritores del primer tercio del siglo XX se inscriben mejor en el paradigma de Sarmiento que en el de Jos é Hernández. Las únicas excepciones son Ricardo G üiraldes, un ruralista cosmopolita (aunque la fórmula parezca contradictoria) y Borges, que inventó las imágenes de un Buenos Aires que estaba desapareciendo definitivamente y volvió a leer el pasado rural de la Argentina. La literatura de Borges, en los años veinte, surge en este espacio de la imaginación. Como Xul Solar, piensa que Buenos Aires necesita formas est éticas y fuertes mitos culturales. Pero, a diferencia de Xul Solar o de Roberto Arlt, traza primero un recorrido por el siglo XIX y por la ciudad criolla: Borges viaja.

 

Buenos Aires, cosmópolis

Cuando Borges regresa de España, en 1921, Buenos Aires entraba en una d écada de cambios vertiginosos: la ciudad de la infancia coincidía sólo en parte con la que se estaba construyendo. Borges llega a una ciudad que debe recuperar (como él lo dijo entonces), despu és de siete años de ausencia: recuperar, en una Buenos Aires transformada, a la ciudad de sus recuerdos y tambi én recuperar esos recuerdos frente a un modelo que estaba cambiando. Borges debía recordar lo olvidado de Buenos Aires en un momento en que eso olvidado comenzaba a desaparecer materialmente. Esta experiencia encuentra su tono po ético: la nostalgia de Fervor de Buenos Aires.

No se trataba, en Buenos Aires, sólo de la modernización económica, sino de la modernidad como estilo cultural penetrando el tejido de una sociedad que no se le resistía. El impacto de los procesos iniciados en el último tercio del siglo XIX, alteró el perfil, la ecología urbana y el marco de experiencias de sus habitantes. Ciudad y modernidad se presuponen porque la ciudad es el escenario de los cambios, los exhibe de manera ostensible y a veces brutal, los difunde y generaliza. Modernidad, modernización y ciudad aparecen entremezclados como nociones descriptivas, como valores y como procesos materiales e ideológicos. En la medida en que Buenos Aires se transforma con una aceleración que pertenece al ritmo de las nuevas tecnologías de producción y transporte, la ciudad se convierte en condensación simbólica y material del cambio que despierta entusiasmos y desconfianzas in éditas. Así se la celebra y tambi én se la juzga.

El debate sobre la ciudad es inescindible de las posiciones que suscitan los procesos de modernización. Se ha llegado, al fin, a colocar a Buenos Aires en la perspectiva que había animado los proyectos institucionales del siglo XIX: la ciudad ha vencido al mundo rural, la inmigración europea proporciona una base demográfica nueva, el progreso económico superpone el modelo con la realidad. Se tiene la ilusión de que el carácter perif érico de esta nación sudamericana puede ser leído como un avatar de su historia y no como un rasgo de su presente.

Al mismo tiempo, persiste, de manera contradictoria pero no inexplicable, la idea de periferia y de espacio culturalmente tributario, de formación monstruosa o inadecuada respecto de la referencia europea. Sentimientos contrapuestos borroneados en las diferentes tonalidades de la cultura del período: desde la celebración a la nostalgia o la denuncia. En 1933, en Radiografía de la pampa, Ezequiel Martínez Estrada condena una nación que no había respondido a las promesas de su padres fundadores: la inmigración masiva y la voracidad de las elites locales habían hecho de la Argentina una imagen degradada de Europa. Buenos Aires ponía en escena una mascarada de prosperidad y cultura bajo cuyo disfraz se ocultaba la naturaleza original de la pampa manchada por el genocidio indígena y el humus blando de una geología primitiva. Tambi én en los años treinta se construyen, sobre Buenos Aires, algunos mitos fuertemente políticos: la metáfora de la ciudad-puerto, por ejemplo, vaciando como una voraz máquina centrípeta al resto de un país sacrificado a los intereses de su litoral urbano. Como nunca, los intelectuales sienten el deseo y el temor de la ciudad, y la noción de ciudad organiza los sentidos de la cultura. Escenario donde se persiguen los fantasmas de la modernidad, los intelectuales reconocen en la ciudad la máquina simbólica más poderosa del mundo moderno.

 

Conflicto y mezcla

Buenos Aires había crecido de manera espectacular en las dos primeras d écadas del siglo y la impronta material de este crecimiento era visible en los años veinte. Lo que escandalizaba a los nacionalistas en 1910, fue signo optimista u ominoso para los intelectuales de las d écadas siguientes. Todavía en 1936, la inmigración europea alcanzaba el 36,1 por ciento del total de la población de las grandes ciudades argentinas. Desde una perspectiva global, los inmigrantes eran más jóvenes, más visibles, sus mujeres tenían más hijos y estos extranjeros o argentinos de primera generación eran responsables del 75 por ciento del crecimiento poblacional. Ellos accedieron masivamente a la escuela primaria y comenzaron una larga jornada de ascenso, marcada por fracasos y desencantos profundos pero tambi én por espectaculares incorporaciones a las capas medias y a la intelectualidad.

En los cruces culturales de la gran ciudad moderna (modelo al cual Buenos Aires busca aproximarse en las primeras d écadas de este siglo) todos los encuentros y pr éstamos parecen posibles. El principio de heterogeneidad marca la cultura. El carácter socialmente abierto del espacio urbano vuelve lo diferente extremadamente visible; allí se construyen y reconstruyen de modo incesante los límites entre lo privado y lo p úblico; allí el cruce social pone las condiciones de la mezcla y produce la ilusión o la posibilidad real de ascensos y descensos vertiginosos; allí los políticos piensan cómo asignar el lugar de los pobres y el lugar de los ricos. Y si el camino rápido hacia la fortuna promete en la ciudad una utopía de ascenso, la posibilidad del anonimato la convierte, como lo señaló Walter Benjamin, en el paisaje preferido del paseante, del solitario (que vive su soledad entre los hombres), del buscón erótico que se electriza bajo la mirada de una desconocida; el vicio y la ruptura de los límites morales establecidos son celebrados como la gloria o el estigma de la ciudad.

Todos invaden el espacio p úblico, todos consideran a la calle como el lugar com ún, donde la oferta se multiplica y, al mismo tiempo se diferencia, pero siempre se muestra ante el deseo que ya no reconoce los límites de las jerarquías. El paseante observa los cambios con la mirada anónima de quien ya no será reconocido porque la ciudad ha dejado de ser un espacio de relaciones inmediatas. Se pierde en sus pliegues, buscando lo que ya ha desaparecido para siempre o adivinando, en la construcción material del presente, los perfiles del futuro. En sus desvíos por los barrios y por el centro, el paseante atraviesa una ciudad que ya ha sido definida en su configuración material, aunque todavia está horadada por baldíos, extensiones desiertas y "calles sin vereda de enfrente".

Entre los años veinte y los treinta, los cables el éctricos y las líneas de tel éfono, las antenas de radio y los trolleys de los tranvías tejen su red a érea. Los habitantes de Buenos Aires viven a una velocidad desconocida hasta entonces: el transporte el éctrico, la ilusión de inmediatez de las comunicaciones a distancia. La tecnología es una maquinaria novedosa; ella produce nuevas experiencias espaciales y temporales: utopías futuristas vinculadas con la velocidad de los transportes, la iluminación que corta los ritmos de la naturaleza, los grandes recintos cerrados que son otras formas de la calle, del mercado y del ágora. Se multiplican los espacios simbólicos donde se producen intercambios y emergen los conflictos (disputa est ética, enfrentamiento político, mezcla de lenguas provocada por la inmigración o los desplazamientos poblacionales). Se vive en el gran teatro de una cultura compleja. Este nuevo tipo de formación se manifiesta, tambi én, en el cruce de discursos y prácticas: la calle es el lugar, entre otros, donde diferentes grupos sociales realizan sus batallas de ocupación simbólica. La arquitectura, el urbanismo y la pintura rechazan, corrigen e imaginan una ciudad nueva.(1)

El pintor Xul Solar,(2) amigo de Borges y compañero de los vanguardistas porteños de la d écada del veinte, deconstruye el espacio plástico, volvi éndolo abstracto, tecnológico, geom étrico, ocupado por los símbolos de una ficción mágico-científica. Los aviadores dibujados por Xul flotan en planos donde se mezclan banderas e insignias: íconos extremadamente elaborados que pueden leerse como la suma de modernización t écnica y diversidad nacional de las que Buenos Aires se convierte en soporte. Tres motivos se repiten en la pintura de Xul: seres fantásticos, arquitecturas y banderas. Criaturas de miembros heteróclitos (fragmentos de dragones, de hombres y de pájaros), compuestas con grafismos que evocan el imaginario de la ciencia ficción, responden a una mezcla original de íconos t écnicos (diseños mecánicos, h élices, espirales, rectángulos, engranajes) y fragmentos de cuerpos humanos presentados seg ún una est ética al mismo tiempo vanguardista y primitiva. Estas criaturas po ético-tecnológicas funden las temporalidades diferentes de una era mítica y un presente modernista. Los paisajes de Xul citan elementos naturales y formas geom étricas, signos astrológicos, símbolos religiosos y místicos arcaicos, fantásticas máquinas voladoras, ciudades a éreas, transatlánticos y bestias aladas. La mezcla de lo viejo y lo muy nuevo (que es un rasgo de la vanguardia europea: Kandinsky) evoca una de las preguntas que perseguía la cultura argentina del período: ¿qu é hacer con el pasado en la construcción del futuro?

El paisaje de ciudad fue una obsesión que Xul compartió con Oliverio Girondo,(3) con Arlt y, de manera invertida y negativa, con Borges. Xul no siente, como Borges, nostalgia por la ciudad criolla que está desaparecienco ni le interesa su conservación en los suburbios de patio y azotea. Las arquitecturas de sus cuadros tienen, en cambio, los rasgos elegantes de un modernismo moderado, severamente geom étrico, cuya única transgresión es la policromía. Los edificios se organizan en disposiciones estrictas; la presentación de la ciudad moderna no enfatiza la idea de caos urbano sino la de orden racional. Xul dispone vol úmenes y fachadas de acuerdo con perspectivas ordenadas para definir una utopía geom étrica. De este modo, al proponer una contrapartida visual a la pluralidad caótica de la ciudad moderna, confía en la capacidad organizativa del espacio para sintetizar elementos conflictivos de diferente origen. La ciudad, campo de batalla simbólico, puede ser tambi én un plano de resolución de la mezcla. Las banderas abundan en esos paisajes de Xul: rematan las cabezas de las criaturas fantásticas, que tambi én las acarrean en mástiles y lanzas o pintadas sobre sus vestidos; decoran el lomo de los dragones o las alas de los pájaros; flotan libremente en los espacios abstractos o sobre las chimeneas de los barcos, en las fachadas de los edificios y en las plataformas voladoras de las ciudades a éreas. Esas banderas hablan las lenguas de nacionalidades diferentes y definen un espacio donde es posible un despliegue optimista de las diferencias de origen. En la ciudad fuertemente inmigratoria de los años veinte y treinta, la solución gráfica de Xul Solar es integradora more geometrico.

Las utopías de la arquitectura se presentan tambi én como una respuesta a la transformación de Buenos Aires. Wladimiro Acosta imagina, entre 1927 y 1935, una ficción arquitectónica, el city-block, como alternativa al crecimiento ciertamente caótico de la ciudad y como modelo de una vida mejor en las nuevas condiciones del crecimiento urbano.(4) Acosta asigna lugares a la movilidad, a la producción, al ocio y al comercio; busca el sol para una ciudad que Arlt describía en sus pozos negros y en sus oscuros zaguanes hediondos; organiza idealmente la expansión a lo largo de cintas edificadas y autopistas que bordean el verde que la ciudad real ya ha perdido. Desde otro punto de vista, Victoria Ocampo se convierte en patrona y mecenas del modernismo arquitectónico y lo promociona en su revista Sur,(5) aparecida en 1931, como instrumento de purificación del gusto, indispensable, a juicio de Ocampo, en una ciudad donde la inmigración ha ido dejando marcas materiales que producen una anarquía estilística con diversos orígenes nacionales. Librada a su propia dinámica, la calle es abigarrada y confusa: el deber de la elite es buscar su contramodelo. El modernismo ofrece un programa de homogeneización frente al caos tipológico atribuido a la inmigración: sus vol úmenes y fachadas blancas disciplinan la calle e impiden la materialización constructiva de los sueños vulgares soñados por el parvenu enriquecido.

Pero existe otra calle, un espacio simbólico hipersemiotizado por casi todos los escritores porteños de los años veinte y treinta, de Oliverio Girondo a Ra úl González Tuñón, pasando por Arlt y Borges. En la calle se percibe el tiempo como historia y como presente: si, por un lado, la calle es la prueba del cambio, por el otro puede convertirse en el sustento material que hace de la transformación un tema literario. Y, más todavía, la calle atravesada por la electricidad y el tranvía puede ser negada, para buscar detrás de ella el fanstasma huidizo de una calle que la modernización no habría tocado todavía, rincones del suburbio inventado por Borges bajo la figura de las orillas, lugar indeciso entre la ciudad y el campo. A la fascinación de la calle c éntrica donde se tocan los aristócratas con las prostitutas, donde el vendedor de diarios desliza el sobre de cocaína que le piden sus clientes, donde los periodistas y los poetas frecuentan los mismos bares que los delincuentes y los bohemios, se opone la nostalgia de la calle de barrio, donde la ciudad se resiste a los estigmas de la modernidad, aunque el barrio mismo haya sido un producto de la modernización urbana:

"A despecho de la humillación transitoria que logran infligirnos algunos eminentes edificios, la visión total de Buenos Aires nada tiene de enhiesta. No es Buenos Aires una ciudad izada y ascendente que inquieta la divina limpidez con éxtasis de asiduas torres o con chusma brumosa de chimeneas atareadas. Es más bien trasunto de la planicie que la ciñe, cuya derechura rendida tiene continuación en la rectitud de calles y casas. Las líneas horizontales vencen las verticales. Las perspectivas demoradas -de uno o dos pisos, enfiladas y confrontándose a lo largo de leguas de asfalto y piedra- son demasiado fáciles para no parecer inverosímiles".(6)

En la descripción de Borges hay mucho de disputa simbólica y de programa que indique a Buenos Aires cómo debe mantenerse igual a la que fue hasta comienzos de siglo. Muchos años despu és escribirá que "la imagen que tenemos de la ciudad es siempre algo anacrónica".(7) Borges construye un paisaje intocado por la modernidad más agresiva, donde todavía quedan vestigios del campo, y lo busca en los barrios donde descubrirlo es una operación guiada por el azar y la deliberada renuncia a los espacios donde la ciudad moderna ya había plantado sus hitos:

"No quise determinar rumbo a esa caminata: procur é una máxima latitud de probabilidades para no cansar la expectativa con la obligatoria antevisión de una sola de ellas. Realic é en la mala medida de lo posible, eso que llaman caminar al azar; acept é, sin otro consciente prejuicio que el de soslayar las avenidas o calles anchas, las más oscuras intimaciones de la casualidad. Con todo, una suerte de gravitación familiar me alejó hacia unos barrios, de cuyo nombre quiero siempre acordarme y que dictan reverencia a mi pecho [...] La calle era de casas bajas, y aunque su primera significación fuera de pobreza, la segunda era ciertamente de dicha. Era de lo más pobre y de lo más lindo. Ninguna casa se animaba a la calle; la higuera oscurecía sobre la ochava; los portoncitos -más altos que las líneas estiradas de las paredes- parecían obrados en la misma sustancia infinita de la noche. La vereda era escarpada sobre la calle; la calle era de barro elemental, barro de Am érica no conquistado a ún. Al fondo el callejón, ya pampeano, se desmoronaba hacia el Maldonado. Sobre la tierra turbia y caótica, una tapia rosada parecía no hospedar luz de luna, sino efundir luz íntima".(8)

Pero, ni la ciudad de Arlt, intensa, ultramoderna y miserable, ni la po ética orilla de Borges son construcciones realistas: en ambas hay un acto de imaginación urbana que remite a una ciudad disputada por las huellas del pasado y el proyecto de la modernización. En esta tensión conflictiva, Borges y Arlt ocupan posiciones extremas. Ambos, sin embargo, son parte del movimiento de la ciudad que parece haber estallado en pocos años, perdiendo una unidad primitiva que había sido igualmente ilusoria. El estallido, por lo demás, no es sólo material.

En efecto, la heterogeneidad del espacio p úblico (que acent úan los nuevos cruces culturales y sociales provocados por el cambio demográfico) pone en contacto diferentes niveles de producción literaria, estableci éndose un sistema extremadamente fluido de circulación y pr éstamo est ético. A mediados de la d écada del treinta, la tasa de analfabetismo de los argentinos de Buenos Aires era sólo del 6,64 por ciento: emergía un p úblico de sectores medios y populares estratificados tanto social como ideológica y políticamente; para él se producen un elenco de colecciones de folletos, libros y revistas que ofrecen literatura de 'placer y consolación', ficción psicológica y social, ensayos de explícita intención propagandística y pedagógica. Editoriales exitosas, como Claridad, publican entre diez y veinticinco mil ejemplares de sus títulos más impactantes, difundiendo un poco de todo: novelas traducidas, ensayos filosóficos, psiquiátricos y políticos, divulgación científica, poesía. Estos libros baratos buscaban a los lectores pobres que eran, sobre todo, los nuevos lectores. Aseguraban una literatura moralmente responsable, pedagógicamente útil, económica accesible e intelectualmente llana.

Una izquierda reformista y ecl éctica funda las instituciones de difusión cultural (bibliotecas populares, centros de conferencias, editoriales, revistas) para aquellos sectores que quedan al margen de la cultura 'alta'. Se plantea la problemática del internacionalismo y de la reforma social, pensada como un proceso de educación de las masas trabajadoras en el camino de incorporarlas a una cultura democrática y laica que, en el plano literario, se combina con un sistema de traducciones (del realismo ruso, del realismo franc és) y una po ética humanitarista.

Dos grandes diarios, Crítica (fundado en 1913) y El Mundo (de 1928) crean la escritura periodística correspondiente a la expansión del p úblico: noticias breves, grandes titulares, secciones especiales para los deportes, el policial, el cine, la vida cotidiana, las mujeres y los chicos. Al mismo tiempo, estos dos diarios nuevos empleaban a los escritores e intelectuales de la vanguardia (incluso a los de origen patricio, como Borges) y de la literatura social. El nuevo periodismo y la nueva literatura se intersectaron de las maneras menos previsibles: los enigmáticos experimentos narrativos de Historia universal de la infamia fueron publicados primero en un suplemento de Crítica, el diario más popular de Buenos Aires. Este encuentro, que no es fortuito, marca el carácter expansivo de una época.(9)

Las revistas y magazines del tipo Caras y Caretas (aparecida a fines del siglo anterior) se modernizan, articulando discursos e informaciones que presentan un mundo simbólico relativamente integrado en el que van encontrando sus lugares el cine, la literatura, la canción popular, las notas de vida cotidiana, la moda y la historieta. Los folletines sentimentales definen un horizonte deseable, proporcionan modelos de comportamiento e ideales de felicidad. Trabajan para un p úblico que comienza a consumir literatura y a soñar los sueños modernos del cine, la moda, el confort cosmopolita, el universo de exhibición mercantil de las grandes tiendas, los grandes restaurantes y los teatros. El placer es un motor de esta literatura de kioscos, que legitima tanto el goce erótico como el sentimentalismo.

Los productores culturales tambi én se mezclan y contribuyen tanto a la ampliación como a la inestabilidad del sistema: pr éstamos, influencias, pasajes de un nivel a otro, diferentes interpelaciones a lectores tambi én diversamente identificados en el mapa de la cultura. Pero esta misma heterogeneidad es perturbadora. Los grandes diarios modernos como Crítica y El Mundo, el cine, el variet é y el teatro hablan de p úblicos diferentes, lo que significa trasladar a la esfera cultural la trama que articula criollos viejos, inmigrantes e hijos de inmigrantes. Estas superposiciones, que despiertan nacionalismos y xenofobias, avalan el sentimiento de nostalgia por una ciudad que ya no es la misma en 1920, si se la mide contra las imágenes del pasado cercano.

Buenos Aires puede ser leída con una mirada retrospectiva que focaliza un pasado más imaginario que real de ciudad hispano-criolla (y este es el caso del primer Borges) o descubierta en la emergencia de la cultura obrera y popular, que es organizada y difundida por la industria cultural, influida por la radio y el cine. El capitalismo ha transformado profundamente el espacio urbano y complejizado su sistema cultural: esto comienza a ser vivido no sólo como un problema sino como un tema est ético, atravesado por el conflicto de po éticas que alimentan las batallas de la modernidad, algunas de ellas desarrolladas seg ún la forma vanguardista; el realismo humanitarista se contrapone al ultraísmo, pero tambi én se enfrentan discursos de distinta función (el periodístico y el ficcional, el político y el ensayístico). La densidad cultural e ideológica del período es producto de estas redes y de la intersección de discursos con origen y matriz diferentes (la pintura cubista o la poesía de vanguardia, el tango, el cine, la m úsica moderna o la jazz-band).

Los debates acerca de la legitimación cultural atraviesan las revistas literarias de los años veinte: los "criollos viejos" que hegemonizan Martín Fierro y Proa no están dispuestos a admitir fácilmente que una lengua para la literatura pueda ser producida tambi én por escritores cuyos padres no habían nacido en Argentina, cuyo acento era barrial, marginal, e incorporaba marcas de origen inmigratorio. Oliverio Girondo cree en la fatalidad del lenguaje y Borges, en 1926, define su escritura con una frase que podría ser literalmente aplicada al tono de la oralidad criolla: "Mi prosa de conversador taciturno, mi prosa desganada de enviones cortos".(10) Los escritores de la elite criolla fundan su relación con la lengua sobre dos valores: la espontaneidad (reclamada por Girondo: se es argentino de manera no adquirida) y la naturalidad de quienes no han debido aprender el español como si se tratara de una lengua extranjera cuyo dominio obligaba a desaprender otras lenguas (caso paradigmático del despojamiento ling üístico impuesto al inmigrante pero tambi én decidido por él para incorporarse con éxito al nuevo país). A diferencia del escritor criollo, la lengua del escritor inmigrante o hijo de la inmigración muestra las cicatrices de una violencia ling üística que resulta del aprendizaje impuesto: nada le pertenece por herencia, ninguna cualidad le es innata.

 

En una esfera p ública modernizada, se establecen nuevos nexos entre la dimensión cultural y la sociopolítica. Las redes trazadas por nuevas tecnologías comunicacionales y por el crecimiento del mercado de bienes simbólicos, demarcan un sistema de oportunidades relativamente abierto pero, sobre todo, expansivo. La heterogeneidad de discursos (de la publicidad al periodismo, de la poesía al folletín) hace que la literatura misma ya no aparezca como una entidad singular, sino como un tejido de variaciones que interpelan, en sus políticas y estrategias textuales, a lectores muy distintos. Se trata, a no dudarlo, de literaturas, cuyo plural indica diferencias est éticas y diversas fracciones de p úblico.

Tómese el caso de Roberto Arlt. La crítica se ha extendido sobre el vínculo entre sus novelas y el folletín, representado de manera directa o figurada en El juguete rabioso. Pero, al mismo tiempo y no sólo en este libro, Arlt exhibe su relación, ríspida y anhelante, con la literatura 'alta' y con los nuevos saberes prácticos de la t écnica, la química, la física, y esos simulacros de ciencia popular que circulaban por entonces en Buenos Aires, bajo las etiquetas de hipnotismo, mesmerismo, trasmisión telepática, espiritismo. No puede pensarse la escritura de Arlt, ni los deseos de sus personajes si no se hace referencia a estos "saberes del pobre", aprendidos en manuales baratos, en bibliotecas populares que funcionaban en todos los barrios, en talleres de inventores trastornados que habían sufrido el encandilamiento de la electricidad, la fusión de metales, la galvanización y el magnetismo.(11)

Ese universo referencial se complejiza a ún más cuando se lee El amor brujo, novela escrita en 1932 como crítica de la mitología sentimental y de la moral de las capas medias.(12) Arlt usa los recursos y artificios del folletín sentimental (que circulaba por decenas de miles en colecciones semanales) precisamente para criticar su ideología. En verdad, toma y destruye su representación de los sexos, su modelo de felicidad, su ideología romántica y erotismo sexista, su saber acerca de la sociedad, el matrimonio, el dinero y la psicología del amor.

La actitud de Arlt hacia la literatura sentimental, que combina la utilización y el rechazo, puede encontrarse, como forma, tambi én en las Aguafuertes porteñas, que publicó en el diario El Mundo durante más de diez años. En estos textos breves, se combina lo aprendido en la práctica del periodismo con las estructuras narrativas de la ficción. Arlt inventa microestructuras que contienen intrigas miniaturizadas y esbozos de personajes, con los tópicos de la baja clase media urbana citados y a la vez criticados a partir de una estrategia que exhibe su cinismo. Pero hay mucho más: Arlt visita la ciudad como nadie lo había hecho hasta ese momento. Va a las cárceles y los hospitales, satiriza las costumbres sexuales de las mujeres de la baja clase media y la institución matrimonial, denuncia la mezquindad de la pequeño burguesía y la ambición que corroe a los sectores medios en ascenso, estigmatiza la estupidez que descubre en la familia burguesa.

La ciudad de Arlt, a diferencia de la ciudad de Borges, responde a un ideal futurista. Frente al mercado inmigratorio de las calles de algunos barrios, junto a la miseria de las casas de renta y el hacinamiento pestilente de los conventillos, se alzan rascacielos (más altos y más numerosos de los que Buenos Aires tenía en ese momento) iluminados por la intermitencia antinatural de las luces de neón. El paisaje urbano se deforma en la velocidad del transporte, y los trenes pasan a ser escenarios privilegiados de la ficción: el paseante de Arlt es, muchas veces y obsesivamente, un pasajero. Estas visiones no son un registro de la ciudad verdaderamente existente: son lo que Buenos Aires ofrece al ojo que quiere verla proyectada hacia el futuro; pero tambi én son piezas de un puzzle compuesto con los nuevos modos de presentar a la metrópolis en el cine. La Buenos Aires de Arlt tiene la inquietante cualidad sombría de los films expresionistas y de sus affiches.

Las operaciones de recorte, mezcla y transformación llevadas a cabo por Arlt hablan tambi én de los procesos de constitución de un escritor y su discurso. Para ponerlo en una perspectiva más general: la formación del escritor a trav és de modalidades no tradicionales que incluyen el periodismo y los g éneros de la literatura popular. Ambas escrituras, originadas en la nueva industria cultural, presuponen la emergencia de p úblicos no tradicionales y, en consecuencia, de nuevos pactos de lectura. Con estas marcas, la subjetividad del escritor atraviesa procesos contradictorios: Arlt detesta y al mismo tiempo defiende y necesita el periodismo; desprecia y corteja a sus lectores; envidia y refuta los valores legitimados por la cultura 'alta'.

El paisaje urbano moderno, la tecnología comunicacional, la industria cultural son disparadores de respuestas intelectuales y, al mismo tiempo, desafíos est éticos. En el curso de muy pocos años, los escritores tuvieron que procesar una experiencia nueva que afectaba todas las relaciones tradicionales, las formas de producción y distribución de cultura, los estilos de comportamiento, las modalidades de consagración y organización de las instituciones literarias. Los conflictos sociales arrojan su sombra sobre los debates est éticos. La cuestión del lenguaje ( ¿qui én habla y escribe un español 'aceptable', libre de las influencias extranjeras producidas por los inmigrantes?), del cosmopolitismo ( ¿cuál es el internacionalismo legítimo y cuál internacionalismo amenaza y pervierte a la nación?), del criollismo ( ¿qu é formas pueden incorprarse a la nueva est ética y cuáles son simples manifestaciones folklóricas o desviaciones pintorescas?) son los temas en debate. Borges se pronuncia sobre todos ellos.

Al mismo tiempo, el pasado subsiste en t érminos nostálgicos o críticos. En Europa, los procesos de la modernidad se caracterizan por una posición de relativa independencia respecto del pasado. Carl Schorske la describe como una "indiferencia creciente", porque el pasado ya no es visto en continuidad funcional con el presente. Schorske afirma que la "muerte de la historia" es una condición para el establecimiento de la modernidad como discurso global en la esfera est ética: la victoria de Nietzsche.(13) La severidad del juicio sobre el pasado y de la ruptura con las tradiciones culturales es más radical en sociedades donde las formas modernas de las relaciones intelectuales están firmemente arraigadas, donde las fracciones est éticas e ideológicas ya se han configurado sólidamente, y donde las disputas sobre el canon, las autoridades y los símbolos son claras. Frente a una tradición sólida, la ruptura es la única estrategia posible para los nuevos artistas y las nuevas po éticas.

En la Argentina, la relación con el pasado tiene su forma específica en la recuperacion imaginaria de una cultura que se piensa amenazada por la inmigración y la urbanización. En el caso de Borges y de otros vanguardistas porteños se observa claramente el movimiento para otorgarle al pasado una nueva función. Y el debate comienza sobre el significado del pasado: hay que hacer una nueva lectura de la tradición. Borges avanza: hay que retomarla y pervertirla.

Ideologías políticas, est éticas y culturales se enfrentan en este debate que tiene a Buenos Aires como escenario y, con frecuencia, como protagonista. La ciudad moderna es un espacio privilegiado donde las formas concretas y simbólicas de una cultura en proceso de cambio se organizaron en la malla densa de una sociedad estratificada. Los clivajes sociales se reprodujeron (muchas veces distorsionados) en el campo intelectual y estuvieron presentes en los conflictos institucionales y est éticos. Los intelectuales se movieron en el espacio de la cultura como si los enfrentamientos que allí se producían fueran capítulos importantes de un proceso en el que, de alg ún modo, se jugara el futuro. Frente a la heterogeneidad hubo reacciones diferentes: la defensa de una elite del espíritu que se convirtiera en instrumento de purificación o, por lo menos, de denuncia del carácter artificioso y viciado de la sociedad argentina; el recurso a mitos del pasado que apoyaran una línea del presente, lo que implicó la reinvención del pasado y la discusión de la herencia; el reconocimiento del presente como diverso y la apuesta a que era posible, sobre esa diversidad, construir una cultura.

Afectados por el cambio, inmersos en una ciudad que ya no era la de su infancia, obligados a reconocer la presencia de hombres y mujeres que, al ser diferentes, fracturaban una unidad originaria imaginada, sinti éndose distintos, en otros casos, a las elites letradas de origen hispano-criollo, los intelectuales de Buenos Aires intentaron responder, de manera figurada o rectamente, a un interrogante que organizaba el orden del día: ¿cómo imponer (o cómo aniquilar) la diferencia de saberes, de lenguas y de prácticas? ¿cómo construir una hegemonía para el proceso en el que todos participaban, con los conflictos y las vacilaciones de una sociedad en transformación? La literatura da forma a estas preguntas, en un período de incertidumbres que obligaban a leer de manera distinta el legado del siglo XIX. Pero la cultura de Buenos Aires estaba, de todos modos, impulsada definitivamente por el vendaval de lo nuevo, aunque muchos intelectuales lamentaran la dirección o la naturaleza de los cambios. Por eso, la modernidad fue un escenario donde tambi én anclaron fantasías de restauración y sentimientos nostálgicos.

 

Notas

1.

V éase al respecto: Jorge F. Liernur y Graciela Silvestri, El umbral de la metrópolis; transformaciones t écnicas y cultura en la modernización de Buenos Aires (1870-1930), Buenos Aires, Sudamericana, 1993; Adrián Gorelik y Graciela Silvestri, "Imágenes al sur. Sobre las hipótesis de James Scobie para el desarrollo de Buenos Aires", Anales del Instituto de Arte Americano, n úmeros 27/28, 1992 (Buenos Aires).


2.

V éase: Xul Solar; 1887-1953, París, Mus ée d'Art Moderne de la Ville de Paris, 1977, prólogo de Aldo Pellegrini; Mario H.Gradowczyk, Xul Solar, Buenos Aires, Fundación Pan Klub-Museo Xul Solar, 1990; John King, "Xul Solar: Buenos Aires, Modernity and Utopia", en C. Green (comp.), Xul Solar. The Arquitectures, Londres, Courtauld Institute, 1994.


3.

V éase Jorge Schwartz, Vanguarda e cosmopolitismo, San Pablo, Editora Perspectiva, 1983.


4.

V éase: Anahi Ballent, "Acosta en la ciudad: del city-block a Figueroa Alcorta", en Wladimiro Acosta 1900-1967, Buenos Aires, Facultad de Arquitectura y Urbanismo, 1987.


5.

Sobre la revista Sur: John King, Sur; A Study of the Argentina Literary Journal and its Role in the Development of a Culture, 1931-1970, Cambridge, 1986. Sobre la relación de Victoria Ocampo con la arquitectura moderna y específicamente con Le Corbusier: Pancho Liernur y Pablo Pschepiurca, "Precisiones sobre los proyectos de Le Corbusier en la Argentina 1929/1949", Summa, n úmero 243 (Buenos Aires).


6.

"Buenos Aires", Inquisiciones, Buenos Aires, Seix Barral, 1993 [1925], p.88.


7.

"El indigno", El informe de Brodie [1970], Obras completas (en adelante O.C.), Buenos Aires, Emec é, 1974, p. 1029.


8.

Jorge Luis Borges, "Sentirse en muerte", El idioma de los argentinos, Buenos Aires, Seix Barral, 1994 [1928], p.123-4.


9.

Sobre El Mundo: Sylvia Saitta, Introducción a Aguafuertes porteñas; Buenos Aires, vida cotidiana, Buenos Aires, Alianza, 1993; sobre Crítica, Sylvia Saitta, mimeo. Sobre Borges en el diario Crítica: Jorge Rivera, "Los juegos de un tímido", AAVV, Borges, Buenos Aires, El Mangrullo, 1976.


10.

Reseña de J.L.Borges a Días como flechas, de Leopoldo Marechal, aparecida en Martín Fierro, n úmero 36, diciembre de 1926.


11.

Sobre el tema de los saberes del pobre: B.S., La imaginación t écnica, sueños modernos de la cultura argentina, Buenos Aires, Nueva Visión, 1992.


12.

Sobre El amor brujo: Aníbal Jarkowski, "La novela 'mala' de Roberto Arlt", en Graciela Montaldo (comp.), Yrigoyen, entre Borges y Arlt; Historia social de la literatura argentina, Buenos Aires, Contrapunto, 1989.


13.

Carl Schorske, "La idea de ciudad en el pensamiento europeo: de Voltaire a Spengler", en Punto de Vista, n úmero 30 [publicado originalmente en Oscar Handlin y John Burchard (comps.), The Historian and the City, Cambridge (Mass.), 1963].

 


  • Publicado anteriormente como Beatriz Sarlo. Borges, un escritor en las orillas. Buenos Aires: Ariel, 1995

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Beatriz Sarlo. Borges, un escritor en las orillasBorges Studies Online. On line. J. L. Borges Center for Studies & Documentation. Internet: 14/04/01 (http://www.borges.pitt.edu/bsol/bse2.php)